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Channel: MI HIJO EL PESCADOR
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MIEDO

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Recuerda hoy esa sensación. Abrigado. Sentado en una piedra enorme llena de musgo y liquen el pescador se come el bocadillo de pan, queso de cabra y pechuga de pollo empanada y bebe agua del río y no tiene miedo a casi nada.

Hace mucho frío ese amanecer de mediados de marzo. La hierba seca y helada cruje bajo las botas y los dedos de las manos están torpes para meter el hilo por las guías y atar un señuelo. El río baja fuerte y sólo hay un sitio para cruzar con seguridad en toda la garganta. Un lugar donde el agua se abre y la profundidad o la corriente son aceptables. El pescador ama ese momento. Ese caminar río arriba mientras sale el sol, esa sensación de meterse en el agua helada y sentir como le muerde el frío. Lentamente cruza. La corriente es fuerte, las piedras pulidas parecen de gelatina bajo sus pies y el fondo es incierto bajo los remolinos del agua. Hay momentos de miedo, de concentrase en pisar bien en la arena, de guardar un precario equilibrio paso a paso mientras el agua suena salvaje en todas partes. Pero los pies son sabios. Y es tanto el placer de esos instantes, tantas veces vividos. El pescador recuerda cada trucha, cada piedra, cada remolino del río. Vio como tantas veces los jabalíes salir rezongando del helechal del charco de la Vena y más arriba la nutria jugando en la tabla de agua de su nombre. Ha tocado dos truchas y es un hombre feliz. Caminar por el agua, sentir como la corriente le quiere derribar es igual que amar. Lo piensa aunque sabe que pocos entenderían ese símil. La vida empuja, enfría, hace ruido, amenaza, nos hace dudar, pero el corazón del pescador la siente hermosa, atractiva, feliz en su empujar salvaje, en su voluntad de río de montaña indomable y milenario.

Pero el pescador no puede hablar del amor, así, en abstracto, él no es un filósofo, sólo un pescador y su amor tiene nombre y formas concretas y una voz que se le metió muy dentro de su alma. Y su alma es el río. Este río de marzo. El amor tiene un nombre y cada vez que piensa en ella se siente igual que en medio de la corriente en la parte más ancha y feroz. Presiente la intensidad, el instinto, la felicidad infantil y primitiva del agua llenando entera su vida de nuevo. El pescador se asombra. Nunca ha encontrado a nadie tan igual, tan afín, tan cercano. Tan cómplice. Nadie. Dice su nombre en voz alta por ver como suena con la música de fondo de la corriente. Tanta soledad, esta soledad inmensa, dura y rica que le llena en el río. Tanta compañía dulce, suave e intensa cuando está con ella. Tal vez sea difícil amarla ahora como difícil es cruzar un río crecido en marzo, pero es tan placentero.

Muchas veces, cada día, todo del día echa de menos su presencia. Pero nunca lo dice. También echar de menos tiene su punto de placer. El pescador no le dice tantas cosas. A veces teme guardar demasiado, a veces teme decir demasiado y todo eso también es placentero. Los ríos le salvan. Los torrentes le hacen fuerte y estar en forma, con el equilibrio a punto y sin miedo a casi nada. El agua helada y dura le susurra que todos los pasos son importantes y que el tiempo es largo, profundo y sorprendente como un río de deshielo. Una vez soñó pescar surubíes en esos ríos enormes del sur o pescar salmones en el fin del mundo o dorados feroces en el Paraná. Una vez soñó acariciar su espalda y beber el agua de los ríos de su cuerpo.

El hombre que camina es torpe, pero el pescador que ahora cruza la corriente es sabio. Ha aprendido muchas cosas estos años de los ríos, de soledad, de los caminos invisibles entre la hierba alta, de porque ama cocinar, pescar, escribir, soñar. Ha aprendido a decirle sin pudor que la quiere y que se siente con ella como cuando cruza un torrente en marzo.


ESPERA

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A veces monto las moscas con parsimonia, saboreando la lentitud, haciendo un trabajo detallista y con una voluntad de perfección que sólo va a quedar entre las truchas y yo. Pienso despacio qué hilo, cercos, pelos y plumas voy utilizar y dejo reposar el señuelo a cada paso, mirando con la lupa al bicho, comparando mi obracon las fotografías de otros montadores mejores que yo, buscando en el tiempo del futuro ese instante en el que la haré volar hasta el agua. En este siglo de prisa y velocidad, de productividad máxima y relojes exprimidos necesitamos momentos para perder el tiempo o, mejor dicho, para perdernos nosotros mismo dentro del Tiempo.

Hoy he mirado en el calendario cuanto queda para bajar a mis gargantas. Más de dos meses pero menos de tres, y no sé si es mucho o poco tiempo. Termino la mosca que algún día estará atada el final de mi seda y la dejo reposar encima de un libro por comprobar si me ha salido perfecta y sale volando asustada de mi sombra. Pero no.

Vamos perdiendo el tiempo muchas veces, aplazando la vida, dejando para mañana lo importante, cómo si alguna vez supiéramos de verdad qué es lo importante.

Pero alguna vez si lo comprendemos, metidos en el agua tras las truchas, contemplando el lance del hijo pescador, caminando aún de noche por la vereda que baja a la poza del Águila, atando con los dedos ateridos esa primera mosca de la temporada, sorprendidos en un instante por el calor del tímido sol de marzo sobre la espalda. Alguna vez si comprendemos que hay que vivir lento, no dando a la prisa ningún otro regalo, no aplazando esta dicha sencilla de pescar.  No despreciando el tiempo de nuestra vida malvendiendo sus horas por casi nada.  Muchas veces lo hice y aun lo hago. Otras veces no. Fabrico moscas pequeñas muy despacio,  me escapo al río a caminar, hablo con el hijo saboreando la mañana, el frío, el sol de estos días de invierno. No somos muy diferentes de una efémera, sólo tenemos distinto el reloj que acompasa nuestro corazón. Pero no queremos darnos cuenta.








GREY

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Hoy tenemos en el país "escritores técnicos" de pesca de altísimo nivel (ando estudiando el estupendo libro “El Peso en la pesca a Mosca. Técnicas y aprendizaje de la pesca con ninfa en río” de Josetxo Martínez que ha editado Sekotia)  Pero hay pocos "escritores vivenciales” y en activo con libros publicados (…Roques, Quesada, Fernández Román…) o que publiquen con regularidad en las revistas de pesca.

Sin embargo las revistas Inglesas y norteamericanas, desde siempre, han sabido intercalar cuestiones técnicas con buena literatura fly fishing. Y es un placer pasar de las últimas innovaciones a las palabras de un escritor pescador que sabe contar con belleza lo que todos sentimos en el río enfrentados a un salmón, una gran trucha o un día memorable.

 Estos días intercalo a Josetxo con el Vizconde de Grey y ambos me enseñan y de ambos disfruto. Intuyo que tal vez no es fácil escribir un libro técnico o literario sobre pesca.

A lo mejor aquí los escritores no pescan y los pescadores no escriben, aunque hay excepciones, claro. En Internet si hay estupendos relatos y muy buenas propuestas técnicas de montajes, lanzados, materiales… pero uno echa de menos libros como el de Josetxo, o Carlos del Rey, como los de Guy o Grey

Me gustan los libros de papel, aunque lea mucho en libro electrónico, tablet, smartphone… igual que sigo usando sedas de verdad además de las líneas de plástico y caña de bambú y de grafito. El libro de papel sigue siendo un diseño aún muy moderno, barato, cómodo, portable, resistente y autosuficiente…

Me gustan las editoriales valientes que publican libros de pesca: Sekotia, Tutor, Everest… compro sus libros y los regalo mucho. No son caros y duran toda la vida sin perder nada de su valor, utilidad y placer.

Y ahora vuelvo al viejo Vizconde de Grey y a sus chalk stream, a Josetxo y sus minuciosos montajes ninferos…



POZA LARGA

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Sabes que está por allí, más arriba o más abajo de esta tabla honda, oscura y larga. 

La orilla Este es escarpada y salvaje, cortada a cuchillo sobre granito y llena sauces, encinas y jaras. La orilla Oeste la han fabricado los últimos glaciares extinguidos con canchos suaves y redondos para convertirse un poco más abajo en una playa dulce y arenosa. Es una de las tablas más bonitas que conoces, con una chorrera ancha que golpea la orilla en curva y cuyo arco está formado por las raíces desnudas de los árboles. Con una rasera al fondo muy tranquila que es el único punto por el que se puede cruzar el torrente en primavera.

Allí descansas siempre. Allí has tocado muchas y buenas truchas. Allí has llevado en verano al hijo pescador para que nade, pasar la tarde, merendar con el sol de septiembre borrando el tiempo. 
Pero es en marzo y abril cuando el paraje es más hermoso. Y son hermosos los tres o cuatro charcos por debajo y la tabla larguísima y estrecha que viene después. Una sucesión de aguas hondas y rápidos esculpidos en el puro granito de este bosque extremeño.

Muchas veces, mil veces has subido pescando este torrente. Muchas veces, mil días has caminado por el granito pulido y peligroso y atravesado el agua con prudencia. Muchas veces, mil veces, siempre, te has embobado con la belleza de cada detalle del recodo y has pescado despacio, tu, que siempre vas por el río como si tuvieras un cohete en el culo.  Has pescado cada recodo muy despacio, saboreando cada lance y cada sombra.

Sabes que está aquí, más arriba o más abajo de esta tabla honda, oscura y larga, ese gran pez que a veces has tocado. Y ahora sabes que no buscas volver a tocar su resplandor sino tener de nuevo la certeza de que sigue aquí, no el pez, sino el río entero. Y tú en él.





TARJETA

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Dibujo de Rod Crossman


He tenido muchas tarjetas laborales donde se escribía, además de mi nombre, lo que era o dónde trabajaba, bajo logos, marcas, empresas, compañías más o menos extrañas o importantes que hoy no me dicen nada. Durante muchos años nos educamos para “ser” ese algo, para poder llevar en el bolsillo una tarjeta de estas en la que está escrito nuestra profesión, cargo u oficio y en esa actividad ocupamos el mayor tiempo de nuestra vida, casi todas las horas del día y mucho de nuestra imaginación, energía, sueños.

Hay quién no despierta nunca. Sólo cuando la jubilación le desnuda de su cargo o su lugar en la máquina productiva se dan cuenta de que han olvidado la vida que había detrás de su propio nombre. Otros son capaces de desdoblar su corazón y disfrazarse los días de diario con el oficio y los días de libertad con esos sueños. Unos pocos, muy pocos y muy afortunados, dedican todo su tiempo a lo que son, a sus pasiones creativas sin poner ninguna trampa o demora en el camino de vivir.

Conozco a muchos hombres y mujeres tristes que dejaron en su trabajo la vida entera y ahora, ya sin fuerzas, muy perdidos, no saben en que ocupar sus días. Otros en cambio parece que reviven y emprenden, comenzando ya la setentena, sus sueños infantiles, aprenden cosas nuevas, estudiar, viajar, saber, probar, hasta a pescar… Muy pocos no dejan el trabajo nunca y sólo cuando su cuerpo ya no les lleva donde su voluntad desea se dan cuenta que el camino se ha terminado. Tuvieron una vida plena y no se lamentan nunca del final.

Hay mucho de azar y algo de voluntad en estos distintos caminos. No todo es azar, ni todo es voluntad. Pero a veces, sea cual sea el nuestro, debemos darnos cuenta, de verdad, de cual es nuestro oficio o, mejor dicho, de cual es el oficio de nuestro corazón. No importará entonces demasiado cual es nuestro trabajo para poder vivir. Ganarse la vida es siempre complicado, pero lo de verdad difícil es descubrir en que “hacer” se esconde la plenitud, eso que algunos llaman felicidad.

En el río, muchas veces, me encuentro con otros pescadores. Tenemos la misma pinta, utilizamos la misma jerga, descubro en sus ojos brillantes la misma pasión por el agua, las truchas, el tiempo detenido en una sedas que flota y una mosca de plumas que parece volar. Sólo somos eso, pescadores.

Hoy, mientras pienso en una nueva tarjeta, sé que en ella no voy a poner nada. Lo que soy no es necesario nombrarlo ni escribirlo en un cartoncito blanco.



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Me acompaña mi hijo el pescador. Los kilómetros pasan suaves y hablamos de aviones y peces, de amores y dudas. Nos gusta explorar ríos nuevos, viajar lejos, probar nuevas moscas y señuelos. Me dejo llevar por su curiosidad y sus preguntas. Con él todo es siempre levedad y risas, sorpresa y aventura.

Ya en el torrente me cruzo de orilla y pescamos en paralelo sin molestarnos. Me gusta mucho el sonido el agua cuando los ríos van fuertes y alegres con los deshielos, cuando la primavera apenas se está asomando en los brotes de los sauces.

Es muy distinto pescar sólo que pescar en compañía. Son dos formas diferentes de disfrutar de ese tiempo. Lo difícil es encontrar un compañero de agua que nos soporte y que nosotros soportemos, que entienda nuestro ritmo y también nuestras manías.

Pienso, un año más, que soy afortunado porque este río sigue vivo, bello, limpio, con pocas truchas y también con pocos pescadores. Jugamos con un nuevo lance, en las tablas abiertas, que consiste en hacer volar la seda como un espadachín, haciendo aspas continuas hasta soltar la línea en un último gesto llevando el brazo hacia atrás. Llevo una ahogada y una seca. Él un pececillo japonés de apenas tres centímetros armado con anzuelo simple que compró en no sé cuál web remota.

Me gusta pescar sólo, a mi ritmo,  sentir que formo parte de este torrente, saborear que me sé de memoria hasta las piedras, olvidarme del tiempo y sus fronteras. El año pasado, en medio del agua, sujetando una buena trucha sobre un corrientón profundo disfruté cada segundo de lucha, me descubrí sonriendo como un bobo aunque iba a ser difícil llevar a la trucha a la sacadera.

Me gusta pescar con él aunque dice que no paro de hablar y de decirle “cómo si y cómo no debe hacer”. Intento reportarme, que acierte y falle él sólo, sin ir yo de maestro por su vida. Me gusta sentir como se va metiendo también este río en su memoria, como va puliendo las piedras duras, el lecho profundo de sus recuerdos y de sus experiencias. El año pasado lanzaba ya muy bien bajo la bóveda de ramas y hojarascas y sacaba con tiento y con delicadeza las truchas sin ponerse nervioso, aunque luego echara pestes si se escapaba alguna.

Ya faltan pocas semanas para volver a vivir estos días. Le veo crecer y ser mejor que yo en casi todo. No me siento por esto más viejo sino más joven. Tengo su edad cuando estoy con él en nuestro río, trece.

SEÑOR BARBO

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Escaparme un día de diario de finales de abril o primeros de mayo, con la caña pequeña y una caja de bolsillo con una docena de ninfas, alguna mosca seca y hasta ahogada. Pantalón ligero, camisa, gorra, sacadera al cinto. Llegar temprano al mundo y bajar por el camino invisible de la derecha entre retamas altas, miles de flores amarillas y monstruos de piedra desgastada donde tienen su casa don raposo, el señor lagarto y doña vívora. Camino hasta donde el río se abre y luego se cierra entero para pasar por una raja afilada en el granito puro.

Allí no hay nada, nadie. Sólo agua y peces, algún corzo transparente y perdices furiosas que cruzan la ladera, un molino abandonado más abajo y perfume de mayo. No hay nada, nadie. Sólo la vida entera como pudo ser antes. Desde muy arriba ya veo los miles de barbos remontando y el corazón se remueve de una emoción antigua e instintiva.

Lucho contra el señor barbo que anda de amores y se deja burlar por un torpe pescador mosquero. Entran francos y duros, furiosos, tozudos e incansables. Pero yo tampoco me canso de peleas. Sólo el sol es el tiempo, calentando despacio la mañana y propiciando un chapuzón, antes del bocadillo, entre peces que huyen y remontan los rápidos. Pasa el día y no me canso ni me harto de pescar. Voy remontando el río y lanzando el señuelo en cada tabla.

Es uno de mis pequeños y asequibles paraísos. No hace falta coger aviones ni preparar prolijos equipajes.

He llevado allí muchas veces a mi hijo el pescador, como quién muestra un gran secreto. Como quién regala un gran tesoro.


AZUL

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Caminas despacio, pisando las piedras pulidas por miles de años de sol y crecidas, tocando los líquenes azulados que ya estaban aquí antes que los romanos pisaran con sus sandalias estas trochas olvidadas. Un amigo llama a los líquenes “el telegrama más lento de la tierra”, son una íntima simbiosis de algas y hongos, delicadas acuarelas de vida que han ido cubriendo siglo a siglo estas rocas, dura pintura vegetal que fue tejiendo con colores suaves el tapiz de tu tiempo de pescador.

Respiras el aire limpísimo ahora que las jaras y los tomillares están aún dormidos y el agua es un espejo oscuro. Sólo el sol, dentro de unos minutos, comenzará a volver transparente el río desde la orilla derecha. Contemplas el rayo azul de un martín pescador volando corriente arriba. Te gusta verle, mediada la mañana, en algún posadero bajo un sauce o pasando muy cerca de tus ojos hacia sus lugares predilectos de pesca. Te parece de otro mundo el azul metálico intensísimo de sus alas. ¿Cuántos años?, ¿más treinta y cinco? Y te sigues quedando embobado por su aparición, por ese azul deslumbrante que se refleja en el agua, en tus ojos y en toda tu memoria.

Ha habido muchos martines pescadores en este río desde siempre. Pero ahora sabes que tu “siempre” es muy breve. El maestro con el que comenzaste a pescar ya no pisa contigo estos líquenes, ni mira con idénticos ojos asombrados el paso del martín, no camina contigo todo el día entre canchos esculpidos por los diluvios, encinas y alcornoques centenarios y selvas de cicutas y helechos casi arborescentes. Ya no cruza contigo los difíciles rápidos orientando tus pasos, ni te dice dónde lanzar el señuelo, en qué lugar incierto espera la trucha grande su comida o el nombre en latín de esa flor.  Ya te lo enseñó todo. Hace años dejó el peligroso oficio de pescador. Y hoy, que no esté a tu lado, te parece imposible.

“Nunca saltes de una piedra a otra, sólo hay que dar pasos, ser prudente e intrépido, cuidadoso y a la vez arriesgado, tu me entiendes” Eso le dices a tu hijo el pescador y le cuentas la historia de los líquenes antiguos y de los martines pescadores que te han acompañado siempre en esta garganta. Entonces deseas, sin decirlo, que el “siempre” de este agua, de los líquenes, de los martines, de las truchas, de la vida del chico que te acompaña sea muy larga, muy viva, muy brillante, como lo son las alas del martín, el reflejo del río limpio, las escamas iridiscentes de los peces, los ojos del hijo pescador. 




VANIDAD

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En la foto Juan Delibes y una "abuela" del Tormes
Te costó dejar atrás la vanidad primera, la del cesto lleno de peces o de la trucha grande y muerta exhibida en una foto. Luego, mucho más tarde, la vanidad de la fotografía del pez vivo entre los dedos y luego libre por tu voluntad de hombre. Y más tarde, ya sólo las palabras, contar a los otros pescadores amigos  cuantas conseguiste mover, tocar, encerrar en tu sacadera unos segundos.

Ahora nada. No presumes de pescatas o abundancias. Aquella vanidad de entonces te parece hoy ridícula, pueril, vacía. Ya no demuestras nada. Hacer alguna foto a veces sólo es una estrategia para atesorar mejor en tu memoria el tiempo y la dicha. 

Tampoco caes ahora en esa falsa modestia. Cuando alguien te pregunta ¿qué tal la pesca de hoy?. Dices siempre la verdad, pero de otra forma: “hoy en el río ha sido un día muy feliz”.

Tal vez también sea esta una forma silenciosa de vanidad, esa certeza de felicidad y plenitud en los días de río, esa certeza de vivir el privilegio de estar ahí un día más en un torrente, por unas horas libre.

Y el hijo pescador, sin embargo, lo aprendió tan pronto…
Le avergüenza hasta posar en esas fotos, casi tienes que obligarle. No hay vanidad en nada de lo que hace. No necesita demostrar nada a nadie, ni siquiera a si mismo. Sabe que al río no se va a demostrar victorias, ni triunfos, ni premios.

Fuera del agua, en la ciudad, nos pasamos la vida alimentando la vanidad propia y la de otros, buscamos triunfos, ganancias, ventajas, progresos. Luchamos por no quedar atrás, por seguir la carrera laboral y personal hacia ¿dónde?...

Pero aquí, caminando despacio por la orilla, poniendo toda la voluntad, las fuerzas y el saber en tocar otra trucha nada de eso importa. Sólo estar, sólo vivir envuelto en el sonido de los rápidos, el viento, el mirlo acuático, el águila que chilla y las palabras, cualquier palabra del hijo pescador, ya es ganar.


PD: Espero que a Juan no le moleste haber colgado aquí esa preciosa foto de una gran trucha que logró sacar en el Tormes. El si es un gran pescador. Pionero en España de la captura y suelta. Defensor de nuestros ríos desde hace muchos años. Obviamente al utilizar la tercera persona en esta entrada no me refiero a él, sino a mi mismo.

LIBRERO

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...Como el viaje hasta el río es largo, le cuentas al hijo la historia de su tío bisabuelo francés y su amigo André Solom. El te escucha intrigado al principio, mecido por el ruido del motor y por la oscuridad, silencioso, adormecido por tu voz y el madrugón, pero no te importa:

Primero te llevaron al gueto de Terenzín y después al campo de Auschwitz-Birkenau. Sin embargo estás vivo, es un milagro, aunque ya casi no exista tu cuerpo, ahora escuálido y enfermo, te mantienes en pie. Has vivido junto al Golem, has mirado a los ojos de las bestias y has sobrevivido a pesar de ti mismo, de tu edad, de tus ganas de no vivir.

En el campo, el último día antes de que llegasen los rusos, conociste a un muchacho que debía tener la misma edad que tu hijo. Se había escondido como tú en un vano junto a la cloaca para evitar ser llevado al paseo de la muerte por la nieve. El emboscado era español, eso decía el triángulo azul de los apátridas que llevaba cosido en la camisa de preso. Para alejar de vosotros la certeza de la muerte le dijiste: Cuéntame cómo es tu tierra muchacho. Y el joven comenzó a describir el olor de las flores de las dehesas, el vuelo inmóvil del cernícalo acechando lagartijas, el sabor de la primera miel de las colmenas, los rasgos de una novia que le estaría esperando allí, en un pequeño pueblo del sur de España, los ríos donde pescaba truchas con una caña larguísima de bambú. El chiquillo habla y habla, su voz se emociona, es cantarina, está viva. Solom también reconoce en él a un amigo pescador, a un excelente contador de historias. Comienza a anochecer cuando su voz se para, en la oscuridad busca al muchacho para abrazarse a él, de alguna forma protegerlo del viento helado que se cuela por los huecos de las tablas. Le toca entonces los ojos abiertos, la boca seca para siempre. Cuando los soviéticos entran en el campo a la mañana siguiente él es uno de los pocos que entiende bien el ruso así que se convierte en intérprete. Es él la voz suave y monótona que cuenta el horror absoluto, describe los detalles, dicta los diferentes nombres del mal.

Un año después puede por fin volver a su casa.  André Solom regresó por fin a la ciudad el doce de febrero del cuarenta y seis. Hace mucho frío en Praga. Todo ha cambiado. Estás solo. Antes de llegar a la casa, imaginas que estará quemada, destruida, revuelta, vacía. Sin embargo casi está intacta. Apenas se han llevado unas pocas cosas de valor, Los objetos de plata y las pequeñas figuras de marfil de morsa que coleccionaba Vadvlav, pero han dejado los libros, los muebles, tus cañas inglesas. 
Cuando entras en la biblioteca, sin luz, en la penumbra de la tarde, sientes todo ese frío que ya nunca se te ha ido de los huesos y que te hace temblar aunque estés junto a un fuego. Bajas a la leñera, aún queda madera y carbón. Te parece increíble. Un milagro. Subes con mucho trabajo varios capazos de leña y colocas antes en la chimenea algunas revistas de Die Neue Weltbühne que tanto gustaban a tus hijos, sobre todo a Ariadna, porque venían artículos de Heinrich Mann y de Walter Benjamin. Esas palabras que tantas veces te leyó ante esta misma chimenea. A ella no le importará ahora que las queme para calentarme. Cuando se enciende el fuego y se prende por fin la leña, arrimas uno de los sillones a la chimenea. Tienes que hacer un esfuerzo para no creer que en cualquier momento entrará Ariadna con diez años para subirse a tus rodillas y cantarte una nueva canción que ha inventado con las letras de una jarcha o Ariel para preguntarte de qué está hecha de verdad la materia y qué son los átomos o Vadclav disfrazado con ropas de esquimal fabricadas por él mismo gritando que quiere ir de vacaciones al Polo Norte y pescar haciendo agujeros en el hielo. O tu mujer con un té verde en una bandeja de madera con dibujos de flores y una de esas canciones campestres alemanas en su voz. Pero no hay nadie. El fuego no te calienta.

Tu hijo Ariel es ahora capitán del ejército de los Estados Unidos y ha sido él quien se ha movido para que los rusos por fin te suelten. Solom no lo sabe pero él ha participado en la fabricación de esa extraña bomba que ha hecho rendirse a los japoneses. Vadclav, el “tesorero de lenguas”, está muerto, enterrado en una fosa común fuera de la ciudad. Gracián, aquel chiquillo que se presentó en tu casa una mañana fría de abril con una carta de recomendación de tu amigo Ataulfo Plasencia y que adoptaste como a un hijo, murió en Madrid en una trinchera de la Ciudad Universitaria. Ariadna está encerrada en una cárcel de Madrid, condenada a muerte, aunque tú crees que ha muerto también en esa ciudad cuyo nombre te suena a hogar. Ya no te queda mundo. Ni vida. Ni Praga. Cierras los ojos. Tienes todos los salvoconductos para atravesar Europa, viajar a los Estados Unidos y vivir los pocos años que te quedan en una casa confortable con un jardín lleno de buganvillas, rodeado de vecinos amables, cuidado por tu hijo Ariel, su mujer Pauline y dos nietos que ahora tienes y no conoces. Podrías ir a los grandes ríos americanos con ellos, enseñarles a pescar como hiciste con Ariel. Pero no vas a hacerlo. Ésta es tu casa. Tu vida. Tu ciudad. Guardas en tu memoria demasiada crueldad, demasiadas voces, demasiado horror y silencio. Ya no puedes, no quieres seguir viviendo.

Te levantas del sillón y buscas aquel gran libro de Alexander von Humboldt lleno de mapas y dibujos de animales extraños que tanto gustaba a Vadvlav. El fuego comienza a calentar la habitación aunque tú no te das cuenta. Entonces se abre la puerta de la habitación y aparece un joven, casi un niño, vestido de soldado y grita algo en ruso, con una voz ronca que parece la de un anciano. Solom no le escucha, sigue leyendo. El desconocido grita más fuerte palabras que sin embargo el sabio no comprende.

El militar, que había sacado la pistola, se acerca al otro sillón y lo arrima al fuego. Se derrumba en él como si su abrigo de soldado fuera de plomo y su peso insoportable. Joder viejo loco un poco más y te pego un tiro, pensaba que eras un ladrón o algo peor, pensaba que estabas quemando todos estos libros para calentarte de este puto frío de los cojones. Tiene cara de niño. Veinte años o pocos más. Sin embargo tiene la piel de la cara cuarteada, arrugas en los labios, los ojos enrojecidos, las manos grandes, nervudas, llenas de cicatrices y cortes recientes mal curados.  Puta mierda de guerra. Todo dios emperrado en quemar gente y en quemar libros. Joder. Puta mierda de nazis y de rusos y de la madre que los ha parido a todos que se piensan que los libros muerden o algo por el estilo. André Solom sonríe por el acento francés que tienen todas esas frases en español que casi le suenan tan bien como las palabras de Alexander. Le mira a los ojos y ve en ellos un cansancio infinito, pero también una extraña inocencia o valentía, o arrogancia. Adivina que el muchacho ha luchado muchas veces contra el Golem y de alguna manera, aunque tenga el corazón destrozado de dolor, lo ha vencido en todas ellas. Estoy hasta los cojones de tanto loco y de tanto iluminado. No te jode. Que vengo ahora de la comandancia para que me den por fin el pasaporte para volver a casa, a mi París y el tonto de los huevos del chupatintas me dice que hasta dentro de dos días no tendré el visado. Joder, hasta que no le he metido el cañón de la pistola hasta la campanilla no se ha dado cuenta el hijo de perra que tengo prisa. Que llevo muchos años limpiando de cabrones el mundo y ya estoy cansado, joder, cansado. No es tan difícil de entender. Cansado. Solom se levanta y se acerca a la librería que está junto a la puerta. Saca varias grandes biblias del siglo XVIII y mete la mano al fondo. Ante la sorpresa del joven aparece la pequeña puerta de un mueble bar secreto y saca una botella mediana. Rompe el protector de lacre e intenta quitar el tapón de corcho, pero no puede. El joven soldado da un grito, se levanta de un salto y extiende su brazo sin decir una palabra. El sabio le ofrece la botella. Él, con los dientes descorcha la botella y huele el gollete. Joder, joder, joder viejo cabrón, llevo tres semanas viviendo en esta casa y no he encontrado ni una gota y ahora me descubres que tienes aquí metida entre la palabra de Dios y su puta madre un botella de jerez que huele de cojones. Echa un trago largo, casi media botella sin respirar. Chasca la lengua, se limpia la boca cuarteada y rota con la manga del grueso abrigo ruso y luego le pasa a André Solom la botella. Él bebe un poco y siente cómo el suave licor le calienta por dentro y le hace sentir cómo vuelve el calor a su cuerpo. El jovenzuelo sonríe y unas lágrimas gruesas le resbalan por la cara pero no le borran la alegría de los labios. Toma una de las cañas de la vitrina, la monta, juega con ella dando varetazos al aire, vuelve al sillón cerca del fuego y se deja caer de nuevo como si tuviera sobre sus hombros un peso gigantesco que le vence. Vamos a ver viejo, tú quién eres. Quién cojones eres.

Es muy tarde cuando André Solom cierra los ojos. Antes el chico ha echado más leños a la chimenea. Por el suelo hay varias botellas vacías de Oporto, Malvasía, Jerez, Málaga, Retsina. El joven soldado ronca. El anciano admira su abandono, ese cansancio infinito que le ha marcado la cara para siempre, esas manos heridas en todos los lugares de Europa. Todos esos nombres de todas las ciudades que ha liberado, de todos los amigos muertos, de esos españoles que le han acompañado y le han enseñado el idioma, a luchar, a sobrevivir aunque ninguno haya quedado con vida de aquellos treinta que  empezaron con él en Normandía, que entraron con él en París y le siguieron por Alemania y Austria hasta el Nido del Águila. El chiquillo ha matado a muchos hombres y a muchos les vio el último chispazo de vida en los ojos azules cuando apretaba el gatillo de la ametralladora a tres pasos o removía la bayoneta en sus gargantas. ¿Y qué eras antes soldado? El jovenzuelo protesta. Era no, soy, sigo siendo, eso seré cuando regrese a París, lo que fue mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo, un puto librero, eso soy, un librero orgulloso. Bueno, librero y pescador. Y ahora más. Tú no sabes qué empeño tiene el mundo en quemar a la gente que piensa, a la gente que escribe libros y a los libros mismos. Joder que plaga, que peste, la hostia. Cuando entré en París con mis amigos españoles encima del camión “Guadalajara” lo primero que hice fue ir a la casa de mi padre que estaba encima de la librería. Pero todo estaba vacío, quemado, destruido. No sabes la mala hostia que se me puso. En español se dice así, ¿sabes? mala hostia. Se me puso una mala hostia de cojones. Encima luego alguien me disparó desde un tejado de enfrente, un cabrón, otro cabrón. Tuve suerte, el tiro me entró por debajo de la clavícula. Salí corriendo, entré en la casa, subí los cuatro pisos con la pistola en la mano y le pillé en bragas, mirando hacia la calle. Le chisté y según se daba la vuelta le pegué un tiro en los cojones y ahí le dejé. No me molesté ni en rematarle. Qué hijo de perra. Esos hijoputas habían matado a mi padre y le habían quemado su librería. Ya me dirás tú qué mal hace un librero. Joder qué puta guerra. ¿Tienes más vino? Y luego me dice ese cabrón de funcionario que no tengo aún el pasaporte ni el visado. Joder que mala hostia se me ha puesto. Solom se ríe. Le gusta como suena el español, aunque el chico blasfeme tanto y arrastre por la garganta las erres. Bueno ¿cómo te llamas? El soldado apura la botella. Y mira perplejo a Solom. Me llamo Raimond Royuela. Teniente del ejército de la Francia Libre. Y tengo la Legión de honor y L’Ordre de la Libération y otras putas medallas que he ido vendiendo por ahí. Llegué hasta aquí pegando tiros con los yanquis y los rusos hace ya dos años pero como soy comunista me han dejado quedarme por aquí. Digamos que me he encoñado de una rubia estupenda. En español se dice así, encoñado. Aunque me acaba de dejar y ahora quiero volver a casa. Así que todo esto es el pasado. Ya solo soy librero. Por eso me quedé a vivir en esta casa, porque había muchos libros y esas cañas de pescar tan bonitas del armario y me sentía bien. Nuestra librería se llamaba "El sueño de Salgari" y está muy cerca de Notre Dame, casi enfrente. Pero soy un librero sin libros y sin dinero.  André Solom contempla al chico. Bueno, todo puede arreglarse. Te propongo un trato. Digamos que yo te vendo toda mi biblioteca. El soldado se levanta y apura la segunda botella. No me ha escuchado, estoy sin blanca. Se dice así en español, sin blanca. Gracias a que me dan comida en el cuartel que hay junto al río que si no ya me había muerto de hambre y de frío. Porque vaya puto frío que hace en este pueblo. Solom desea sonreír, tal vez lo ha hecho. No importa, digamos que ya me lo pagarás cuando estés en París. Tengo ahí, detrás de las botellas, algunas joyas de mi mujer. No te darán mucho dinero pero sí el suficiente para conseguir un buen camión y para que puedas llevarte toda esta biblioteca a tu librería. Muchos de estos volúmenes tienen valor si das con las personas que saben apreciarlos. Por algunos te darán incluso una pequeña fortuna. Te puedes llevar las cañas también. El soldado se queda en silencio. Luego se levanta de nuevo y se acerca hasta el escondrijo de las botellas para coger otra. Vuelve al sillón, la descorcha y antes de beber se la ofrece al viejo.

Ahora que le ve dormir la borrachera junto al fuego, sin haberse quitado el grueso abrigo, le parece aún más joven de lo que es. Solo entonces habla en sueños palabras en francés y su voz cambia. Te parece casi la voz de un niño, un chiquillo que vuelve del colegio y recita su lección antes de entrar en casa. Voyez, près des étangs, ces grands roseaux mouillés. Voyez ces oiseaux blancs et ces maisons rouillées. La mer, les a bercés le long des golfes clairs et d'une chanson d'amour. La mer a bercé mon cœur pour la vie… Al día siguiente cuando el joven se despierta apenas balbucea unas palabras. Sale a la calle y vuelve a la media hora con un termo de campaña lleno de café muy fuerte y dulce y un gran paquete lleno de hojaldres de miel y piñones.  Solom le escribe un contrato de compraventa y firma en cada una de las hojas del libro de registro que tiene de su ordenada biblioteca. Beben juntos en silencio el café y devoran los dulces. El sabio saca después del fondo del botellero una caja de madera tallada en la que hay unos anillos y algunos broches con perlas. Cómprate un buen camión y búscate a alguien que te ayude a empaquetar la carga. Al atardecer volvió el chico con un Skoda 706 lleno de cajas de madera vacías y dos soldados checos. Con delicadeza de librero el joven soldado fue llenando cada caja despacio, clasificando los libros por autor, años de edición, idioma, materias. Tardó casi dos días con sus noches en llenar todas las cajas y vaciar por entero la biblioteca. Solom mientras tanto apenas se levantó del sillón junto a la chimenea que el soldado se cuidaba de mantener encendida.

El viejo contempla cómo va desapareciendo su gran biblioteca. Las estanterías vacías van convirtiendo la habitación en un lugar distinto, feo, extraño. Pero a él no le importa. Sabe que sus libros volverán a la vida en otros ojos. Se han salvado del Golem y ahora merecen seguir en el mundo, asombrar a otros lectores en otras ciudades en otro tiempo. El joven librero entra en la sala con una nueva carga de leña que coloca con cuidado en el hogar. André tiene en las manos sus cañas de pesca. Bueno espero que puedas seguir paseándolas con salud por tus ríos franceses. Raimond Royuela toma ese tesoro y abraza al anciano. No tengo palabras. Me cago en dios, viejo. No tengo palabras. Y era verdad. El joven soldado no encuentra palabras en español para demostrar agradecimiento a ese extraño que ahora entre sus brazos le siente tan frágil y delgado como una de esas viejas cañas inglesas de bambú refundido. Solom escucha el ronquido del camión al arrancar. Cierra bien las puertas de la sala vacía y va bebiendo despacio de la última botella de Oporto. Poco tiempo después se duerme. Media hora después, dulcemente, se apagará su vida.

Raimond Royuela, veintidós años, solo, con los ojos llenos del coraje, dos termos llenos de café y el corazón de los héroes que han muerto a su lado, atravesará con el Skoda atiborrado de libros preciosos y una caja de madera llena de frágiles cañas de pescar media Europa reventada, pueblos arrasados hasta los cimientos, cementerios y cruces en muchas cunetas y tanques que le parecía que en cualquier momento comenzarían a echar humo y a escupir muerte pero que ya solo son chatarra, niños hambrientos que se le suben al camión,  docenas de controles en los que parará muchas veces mostrando documentos y visados y su cara de mala hostia, de quien hace ya mucho tiempo que nada teme. No tiene problemas en llegar por fin, cinco días después, a París. Al local abandonado y destruido donde puede leerse en letras rojas sobre un fondo verde "El sueño de Salgari".

El Joven Raimond puso en marcha la librería en poco tiempo, hizo afortunadas ventas. Conoció a una joven muchacha llamada Terese. Comenzó a pensar que el mundo tal vez, en un futuro no demasiado remoto, podía ser un lugar habitable, sobre todo cuando se alejaba de París para ir a pescar truchas con una de las cañas de Solom. 

Cinco años después, un verano, regresó con su mujer a Praga. En la casa del sabio Solom vivía ahora un funcionario del partido que le recibió con amabilidad y deferencia. Le invitó a beber una copa de slivovice, un licor de ciruelas, en la sala en donde había estado la biblioteca, ahora dividida en dos por un tabique y convertida en un feo despacho con muchos libros similares, encuadernados todos en tela roja o negra. Brindaron allí por los camaradas muertos en la Gran Guerra Patriótica y a él le salió sin querer la voz ronca y rota de entonces, de cuando destruía tanques con granadas americanas y botellas de champán llenas de gasolina y la metralleta pesada de los camiones de La Nueve. Y vio las caras de todos sus amigos muertos, anónimos y los gritos de ellos, sus voces, que él nunca olvidaría ¡Por la República, no pasarán! Nadie le supo dar noticias del viejo Solom. Entonces, al regresar a París tomó una de las cañas del viejo y se fue varios días al río en el que comenzó a pescar con su padre. Descubrió entonces que se sentía fuerte, que aún no había cumplido veintisiete años y que su vida podía volver a ser feliz. No tuvo entonces tampoco palabras  en español, ni en francés, ni en ningún idioma conocido para agradecerle también ese regalo al sabio judío pescador André Solom.



...Y el hijo pescador duerme, aún falta un rato para que amanezca. No te importa que no te haya escuchado, le contarás de nuevo esa historia de su tío bisabuelo, cualquier día, junto al río...




VOZ

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Jaume en las cascadas del Kultsjöan

Decimos que ríe el agua. Algunas veces sólo ronronea. En algún lugar canta o grita con voz fuerte y profunda. Acogedora para algunos. Amenazadora para otros.

La voz del agua, como la del fuego crepitando en una chimenea, como la del viento entre los árboles... la tenemos prendida en nuestra memoria ancestral de humanos nómadas.

Y junto a las voces del agua, las de las aves que viven en los bosques de ribera, el murmullo de la brisa entre los sauces y las malezas de la orilla. Nunca hay silencio en un río porque el silencio es la muerte de todo y junto al agua la vida explota y suena por todas partes.

Sentimos la voz del agua cuando vadeamos y la corriente nos golpea, estamos entonces dentro mismo del instrumento musical que vibra, dentro de su garganta. Hay voz también en el silbido de nuestro vareo con la caña, en el pez que salta fuera del agua y vuelve a desaparecer en menos de un segundo, en los abejorros, las libélulas, las ranas, el cuco, la perdiz, el ruiseñor, el mirlo... Es la “soledad sonora” de la que hablaba tan bien Luis de León.  No es una música porque no hay nada humano en esas voces, pero al pescador le suena armonioso, acogedor, conocido, nuestro.

Hasta hay CDs de todo eso. Una moda musical “neojipi” llamada New Age ha grabado todos esos sonidos de la naturaleza, todas esas voces del bosque, los ríos, el otoño, las aves salvajes para un público ávido de cerrar los ojos y sentir que no está en la urbe sino en una naturaleza ideal y prístina. Pero para el pescador no es lo mismo, eso sólo un pobre sucedáneo.

Para el futuro viaje a Marte, dentro de algunas décadas, preparan también grabaciones de las voces de los bosques y los ríos para que los astronautas, en los largos meses por el espacio vacío, no se vuelvan locos, no les entre la morriña de todos esos sonidos que descubrimos y solo valoramos cuando nos faltan y estamos lejos.

Uno necesita también pescar por eso, para escuchar la voz y la risa de los ríos. Su susurro o su grito profundo. Es una canción antigua y salvaje que está grabada a fuego en nuestro genes nómadas de homo sapiens pescador y que yo necesito escuchar con frecuencia para no ser también un astronauta triste de viaje por el vacío y el ruido urbano, ya sea camino a Marte o a la oficina.

Los pescadores hablamos mucho de truchas y señuelos, de tablas y pozas, moscas y picadas. Y poco de la risa del agua. Sin embargo sabemos escucharla, nos apasiona esa voz que nos llama y nos cuenta secretos y sabe nuestro nombre.


En el Saja





ESPEJO

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Hace ya muchos años, pasabas la frontera del agua con aletas y arpón detrás de los sargos y las lubinas, los meros y los palometones, los congrios y los pulpos. Desde abajo, con los pies tocando el fondo, te gustaba mirar hacia arriba y ver el espejo deslumbrante que separaba el mar de tu mundo. Ese cielo liquido se volvía entonces misterioso y lejano mientras acechabas las corrientes y las cuevas, sumergido en tu instinto cazador, aguantando la respiración siempre un segundo más. La frontera de agua que contemplabas, tres o cuatro metros más arriba, separaba dos mundos ajenos y soñabas a veces que ese cielo de aire no era el tuyo.

Ahora ya no buceas como entonces, pero te sigue encantando esa frontera que a veces es un espejo oscuro y otras un cristal transparente casi invisible. Los insectos se posan en esa delicada película y vuelven a volar como si nada pudiera mojarlos o hundirlos. Otras veces en cambio, misteriosamente, rompen el espejo y pasan al otro lado. Muchas veces tocas con cuidado el agua sintiendo esa leve resistencia que separa ambos mundos, en esa leve frontera de cristal líquido es en la que más te gusta pescar, dejas el señuelo ahí, sobre el agua y debe ser el pez quién se acerque a ti siquiera un segundo.

La superficie del agua es tu espejo de Alicia y al otro lado aguardan siempre las maravillas. Tú, que en otro tiempo lo cruzaste, lo sabes. Debajo del agua las leyes, los colores, las sensaciones, la vida es otra muy distinta. Por eso te gustan los espejos muy limpios, los ríos muy transparentes.  Pescando atraviesas ese espejo de Alicia de agua muchas veces con la imaginación y la experiencia. No rompes el cristal, intentas posar el señuelo con delicadeza para no rasgar el encanto. Y cuando lo consigues y ves el pez acercarse sientes que has abierto la puerta y que ambos mundos se hablan. Otras veces dejas que el señuelo se hunda y recuerdas como era eso de bucear y mirar la superficie del agua desde abajo como un pez.

Le digo a mi hijo que a todos los pescadores que conozco les gusta mucho nadar y bucear. En primavera, aunque el agua esta muy fría, pocas veces se resisten a entrar dentro del agua con el vadeador incluso cuando no es muy necesario. Les gusta estar ahí muy cerca de ese mágico espejo, tocar con los pies el otro lado, vivir en ambos mundos.

Tal vez en el laberinto más remoto de nuestro cerebro primitivo sentimos que una vez fuimos también peces. Y el hijo pescador camina despacio dentro del espejo del río. O del país de las maravillas.
(Pintura de Eric Zener)

NUBES

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Camino del río tarareo una vieja (o nueva canción) de Pablo, que suena por la radio. Merece la pena, en estos tiempos, volver a escucharla.

“Tu y yo muchacha, estamos hechos de nubes”. 
De tiempo amasado con la sangre limpia de la lluvia, 
con polvo de estrellas, árboles grandes, peces veloces, 
con palabras que una vez utilizaron otros para amarse.

Tu y yo muchacha, estamos hechos de nubes. 
Y no somos más viejos que una efémera, 
ni menos frágiles que este río limpio, 
ni más sabios que aquella libélula azul.

Nada poseemos, pero me parecen joyas 
las gotas del chaparrón en tu cara, 
tapices preciosos estas viejas piedras
donde estamos ahora sentados y te miro, 
Y hogar es esta arboleda que nos cubre,
música la cascada, el mirlo, tu latido.

Mi casa es este río hecho de nubes como nosotros. 
Mi hogar es también este silencio y las palabras 
que no te digo porque ya las escribí antes 
en el agua con la seda y la risa de mi caña
en el idioma de los peces y de los pescadores. 

(La canción de Pablo, claro,  sigue por otro sitio…)

NUEVA YORK

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Lago situado en Central Park, Nueva York


Hace muchos años, antes de que desaparecieran las Torres Gemelas, hice un viaje de trabajo a NY que acabaría siendo, de alguna forma, también, un viaje de pesca.

Al primero que entrevisté era un tipo casi centenario, con  la camisa de cuadros remangada, lanzando al agua un señuelo de plumas de colores con una vieja caña de bambú en medio de Manhattan, en un lago que hay en Central Park en el que se puede pescar. Le costaba trabajo hablarme en español, lo hacía despacio, saboreando las palabras.

—Sí, Nueva York nos trató bien, llegamos asustados, sin nada, vencidos, casi sin esperanza. En las últimas semanas antes de la caída de Madrid, yo y otros profesores de la Universidad Central que nos habíamos convertido en milicianos vestidos con mono de trabajo y empuñando un fusil que apenas sabíamos usar. Estábamos a las órdenes de Mera y habíamos recibido cartas de un colega nuestro que se marchó a Nueva York meses antes de la rebelión, estaba muy bien colocado en la Universidad y nos ofrecía trabajo. Imagínese, nos atrevimos a irle con el cuento a Cipriano Mera. “¡Me cago en el dios que os batanó! ¡Sólo me faltaba que me vinieran los soldados a pedirme permiso para desertar!” Ante nuestra sorpresa nos dio un abrazo, se encargó personalmente de arreglarnos los papeles y nos largamos para Valencia dos días después. "¡Ya os podríais llevar también a ese colega vuestro que es profesor de griego, como no se aleje de aquí pronto si no le pegan un tiro los comunistas se lo pegarán en cualquier momento los fascistas o yo mismo como me cabree!" Mera nos contó la increíble historia de un profesor de griego que había colaborado con Arturo Barea de la emisora Transradio, que era uno de los hombres de confianza de Miaja y que se rumoreaba que había participado en la compra de armas para los anarquistas en algún país de centroeuropa. Preguntamos su nombre. "¡No me acuerdo del maldito nombre ahora, siempre va con dos milicianos, un tal Elorza, pregunta a Ruiz por ellos y llevadle con vosotros! ¡Es una orden!". Pero las cosas no estaban para ir preguntando por la calle, salimos de Madrid sin haberle encontrado, nunca supimos su nombre, ni su suerte, imagino que acabaría asesinado por unos o por otros. El viejo enganchó algo en ese momento, pego un tirón seco y a unos veinte metros de donde estábamos saltó un pez de buen tamaño, salió del agua por completo y por un segundo quedó como flotando en el aire sobre el lago, los flacos brazos del anciano comenzaron a recoger sedal como si le fuera en ello la vida. Tras unos minutos de lucha en los que parecía que iba a darle un infarto, al fin tuvo el pez entre las manos, después lo soltó con extremo cariño. —Ya es la tercera vez que pillo a este viejo pez— Me dice. —Sí, esta ciudad me ha tratado bien, puedo echar pestes de todos los crímenes que los gobiernos de los Estados Unidos de América han perpetrado por el mundo desde la guerra de Cuba hasta la fecha de hoy, pero a nosotros, un puñado de españolitos que llegamos a esta ciudad con una mano detrás y otra delante nos trataron como jamás hubiéramos soñado. Nos ofrecieron trabajo, casa, amistad, amor. Pudimos pensar, investigar, decir y encima podía ir a pescar en metro. A Nueva York llegó un puñado de españoles, quizás los más famosos que me vienen ahora a la cabeza son Joaquín Maurín que creó una agencia de prensa, el pintor Eugenio Fernández Granell que fue profesor de la Universidad de Nueva York, Victoria Kent que se inventó una revista llamada Ibérica o Jesús de Galíndez. Pero hay y hubo otros, menos famosos, más anónimos, que se hicieron como yo neoyorquinos para siempreLe digo —Esos son los que me interesan, a esos son a los que sigo el rastro.

Días después fui con él a pescar truchas. Montados en una viaje furgoneta de los sesenta no nos alejaríamos ni ochenta kilómetros de la ciudad. Pescamos un torrente precioso, solitario, metido en un bosque espeso y salvaje. Me parecía imposible que a tan pocos kilómetros de allí estuviera Nueva York, la capital del mundo. ¿Y cómo siguen los ríos trucheros de mi España?—. Me preguntó el anciano. Me costó que volviera a contarme cosas del exilio republicano en Nueva York. Sólo quería hablar de ríos y de truchas, de sedas y plumas para hacer moscas. Me regaló una pequeña caja con señuelos hechos por él. —Los montajes los he aprendido aquí, pero los hilos son muy antiguos. Fue casi lo único que me llevé en el equipaje de Madrid. Un montón de carretes de seda que compré por un duro en una mercería que había cerca de la Puerta del Sol


Club Obrero Español de NY, 1945. Spanish Workers' Club, 1945 Courtesy, Joe Mora.


Le digo al hijo pescador que la novela que escribí con todo aquello está metida en un cajón, junto con aquella caja de moscas y el recuerdo de un día de pesca inolvidable.


BICHOS

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(Foto de : Reza Hilmy)

Sobre todo pescamos. Pero también contemplamos con asombro, en silencio, fascinados y sorprendidos tantas veces, instantes irrepetibles y bellísimos.

No hay día que no baje al río del que no vuelva con puñados de momentos asombrosos que nadie más que yo pudo ver. Es verdad, lo sé, suena a la famosa frase de Blade Runner de: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhauser... todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”. Pero, para un pescador, todos nuestros momentos no se pierden. Los guarda en los mil bolsillos que tiene el chaleco de su memoria.

Me gustan los sonidos y los olores que hay en el río. De los animales que suelo sorprender tengo especial simpatía por las nutrias y los martines pescadores aunque sean "competidores". Pero llevo pescando en la garganta J. más de treinta años y siempre hubo nutrias y martines y truchas. También me gustan mucho los insectos. Sus infinitos diseños me parecen siempre perfectos. No los miro con ojo de entomólogo sino de pescador y de niño.

Le digo a mi hijo pescador algo muy obvio, que… si no hubiera insectos no viviríamos nosotros. Necesitamos los “bichos”. Sin ellos se extinguirían la mayoría de las plantas de las que nos alimentamos al no ser polinizadas y con ellas los animales herbívoros que comemos. Así que ya sabes, cuando lances la imitación de un bicho al final de tu seda para pescar a una trucha no olvides que gracias a los insectos disfrutamos de este mundo tal como es.

Pasa entonces juntos a nosotros una libélula grande y atigrada. Hace más de trescientos millones de años ya volaban las libélulas por el mundo. Nosotros sólo llevamos aquí un instante.

Sobre el hijo pescador, cuando era pequeño, se posaban caballitos azules. Eran sus amigos.




DESVEDA

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Madrugar como siempre. Despertarse antes del amanecer y en cinco minutos estar ya camino del río. A veces habías dejado a la novia de pechos de amazapán y, apenas con dos horas de sueño, salías caminando con la resaca y la botas altas puestas, la noche muy cerrada, hora y media de camino por carreteras y senderos llenos de fantasmas y mastines ladradores para llegar al torrente el primero y subir pescando sin nadie por delante. Más tarde, ya con coche, aquel Seína que volaba, no puedes olvidar la música de Knopfler en el cassette, ni el olor helado del bosque ese primer día. Ni la extrañeza de haber dejado la cama caliente y la caricia suave de una hada que te besaba en sueños por estar caminando sólo, en la penumbra con una trocha apenas adivinada, para llegar el primero ese día de la desveda a la tabla larga y profunda donde te esperaban las truchas más grandes. Dejabas a un hada de carne y hueso por las etéreas ondinas del agua y no sabías porqué. Y luego, ya en la ciudad, durante tantos años, tocaba hacerse muchos kilómetros en medio de la noche más cerrada, por carreteras vacías, no sabías si huyendo o regresando, siguiendo un instinto persistente que nunca habías perdido, igual que los salmones o las anguilas vuelven a los ríos que una vez fueron su casa, siguiendo un olor, o un recuerdo, o un sueño.

Madrugar como siempre. Ahora acompañado por el hijo pescador que tal vez no entiende tu pasión y tu empeño por salir tan temprano y llegar el primero para estar allí ese primer amanecer de la temporada. Llueve mucho, no hay nadie, pescáis en completa soledad. Te sientes muy feliz. La garganta está bellísima, muy llena y transparente, igual que siempre fluye en tu memoria de niño, de adolescente, de joven, de padre.

Ha pasado mucho tiempo. A veces te gustaría escribir a aquella novia lejana de pechos de mazapán que ahora tiene hijos como tú o al hada que te sonreía entre sueños... o a todas las que amaste y que te amaron, por las que sólo sientes gratitud y ternura. Te gustaría contarle que, aunque te ibas siempre con las ondinas del río, allí, solo, rodeado de la furia de la corriente y la paz de los robles dormidos, caminando a tientas por el agua, concentrado en no caer, en adivinar las posturas de las truchas y las palabras del agua, pensabas siempre en ella. Te gustaría explicarle que no podías sacarte de la cabeza su sabor y su risa, el brillo de sus ojos y su voz en un susurro en medio de la noche nombrando la felicidad y sus misterios. A veces te gustaría escribirle, saber contarle todo esto. Porqué late tu corazón mucho más fuerte cuando bajas ese primer día entre las jaras y los alcornoques gigantes camino de tu poza preferida, porqué sonríes cuando escuchas ya a lo lejos el agua muy crecida y bronca, porqué te sientes tan vivo arriesgándote a cruzar la corriente para llegar a ese recodo oscuro donde las ondinas cantan esa canción antigua que te hechizó para siempre siendo un adolescente.

Ha pasado mucho tiempo y mucha historia. Madrugas como siempre. Aún falta muchos minutos para que amanezca. Caminas por la trocha que baja hasta el molino de las Siete Piedras. Ya estoy de vuelta Ondinitas.



PIES

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Tal vez de alguna forma nuestras manos y nuestros pies sean también sabios. Seguro que mucho más sabios que nosotros mismos. Cruzamos la corriente y nos fiamos de ellos, de su experiencia y su memoria en pisar el fondo del río. Tenemos la caña entre las manos y sólo ellas saben lo que pasa al otro lado del sedal, en lo oscuro y lo profundo.

Crecen las manos y los pies de mi hijo el pescador. Se cae y se levanta, camina cada vez más lejos y seguro. Toca la vida con los dedos y descubre que a veces es áspera y dura, otras suave y tibia.

Nos preparamos para la gran excursión. Muchos kilómetros río arriba, el día entero, con la certeza de que habrá mucha agua y pocas truchas. En esta garganta nuestra se forja la voluntad del pescador, desde la seguridad de que tocaremos muy pocas truchas y vadearemos muchos kilómetros de agua.


Estoy bajo de forma. Ha sido un invierno duro. Nos olvidamos muchas veces de nuestras manos hacedoras, de nuestros pies caminantes. El cerebro está en estos tiempos sobrevalorado. Tal vez sea el ordenador de nuestro cuerpo o quizá el ordenador sea el cuerpo entero y nuestros pies y manos también recuerden, sientan, sepan, expliquen, nos digan.

Vivir es caminar y tocar. Para nosotros pescar es tocar y caminar. Imposible sentirnos sedentarios. Imposible mirar las cosas desde la prudencia o la distancia.

El río me devuelve las fuerzas, vuelvo a estar en forma. Está siendo una primavera dura. Quién me descubrió que son muy importantes las manos y los pies, quién me mostró la inmensa belleza de este río ya no puede bajar a tocar sus rápidos y sus truchas. La tristeza es grande y lleva tanta agua este marzo...

...Le dejo al hijo pescador mi mejor caña. Pesca él primero las mejores pozas. Yo camino detrás, tocando el fondo, las piedras pulidas, el agua fría. Le digo: Cuando todo sea incierto fíate de tus manos y tus pies. Pero está lejos y con el ruido de la corriente no me oye. Además intuyo que él ya sabe todo eso.



BAILANDO

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Cinco días lloviendo sin parar. La garganta crecida. Millones de litros de agua emborrachando a la primavera. Cuando salga el sol no sé lo que va a pasar. La sabia y la sangre de la vida llenarán de flores la intemperie, la ribera, el horizonte. Hay quien se engaña y piensa que las estaciones son iguales a las que ya vivimos, imaginan que este abril será más o menos similar al abril pasado, que el tiempo se repite y es previsible. Pero nada lo es en nuestra vida. Ni previsible, ni repetido.

No se repetirá este día, ni ninguno. No se repitió ninguno en el pasado aunque nos engañamos pensando que siempre habría por delante otro día de río, otra temporada, otra trucha.

Llueve mucho. Las gargantas bajan imponentes. Son un espectáculo para los turistas. Las personas entran y salen del paisaje con rapidez, se hacen la foto, vuelven al coche, temen mojarse, ¿de dónde nace ese miedo al agua?. Nosotros seguimos, arropados, arrullados por la maravilla de la lluvia. Esta sensación de estar bien protegido por el vadeador y la chaqueta impermeable. Abrigado, caliente, cómodo. La lluvia cae a ratos suave y a veces furiosa. Me gusta mucho sentirla, estar dentro del río. Pesco despacio, caminando con prudencia. Adivinando los pasos seguros entre tantos remolinos y rápidos, entre tanto derroche de agua pura que no tiene precio, ni mercado, ni trampa.  Se me mojan y enfrían las manos y la cara pero esa sensación es también placentera. Me indica que estoy vivo, sano, fuerte, tranquilo, con ganas, muy despierto. La naturaleza es generosa. Me siento afortunado de estar aquí y ahora, pescando bajo la lluvia como dice la canción de la película, más o menos.






DEBAJO

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El río sigue muy lleno de agua y hoy también de soledad, de ausencias no queridas con las que el pescador carga por la orilla.

Esta mañana ha venido al agua a respirar, a tocar el presente, a sentir la fuerza sutil y brutal de estar vivo. Tenía diez años la primera vez que bajó a esta tabla larga y abierta, A. le mostró que debajo de las piedras estaba el mejor cebo. Al levantar un gran royo medio sumergido vio con sorpresa la maravilla de aquellos seres de fragilidad sobrenatural y de belleza extraterrestre. Nunca ha olvidado aquella tarde suave de primavera, los colores deslumbrantes de todo, las miles de bogas y barbos remontando los rápidos, aquellos pequeños seres que bullían en su pequeño puño ahuecado.

Luego, durante muchos años, A. le fue mostrando otros secretos, pericias, trucos, virtudes de los pescadores de truchas. Todo eso que aquí, en este blog, de otra forma, ha intentando explicar al hijo pescador, aunque una y otra vez ha descubierto que algunas experiencias y saberes no se dejan pescar por las palabras.  Pero desde hace unos pocos días A. ya no está, aunque sigue viviendo en el cielo de la memoria, que es el cielo precario de los que no creen en el Cielo. 

Le vienen a los labios las palabras de Norman MacLean: “El río fue excavado por el gran diluvio universal y corre sobre las piedras desde el sótano de los tiempos. En algunas de las piedras hay gotas de lluvia y bajo las piedras están las palabras y algunas de las palabras son las de ellos.” El pescador se agacha y levanta una piedra muy suave y redonda bajo el agua batida. Descubre que debajo siguen bullendo  esos seres extraños y frágiles que un día se convertirán en pequeñas hadas oscuras, pero recuerda sus palabras, las de él, protegidas del olvido por este río aún salvaje y limpio y cuidadas por todas las truchas que cogieron aquí juntos.

Camina aguas abajo hasta la Poza Cortada y se mete en medio de la represa destruida para pescar despacio, vadeando contra la fuerte corriente. No siente el tiempo ni el cansancio. Ve las primeras hadas de la primavera, diminutas caenis, la chispa azul de un martín, el sol dando un brillo intenso a este rincón del mundo donde ha llovido tanto. Piensa que somos igual de frágiles que esos bichos parduzcos que se agarran a las piedras bajo el agua. Pero con la memoria vuelve a cuando tenía diez años y A. le descubrió que debajo del agua había maravillas y también junto a ella si eres pescador, aunque, como hoy, estés solo.



PIENSO

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A pesar de llevar un equipo tan sofisticado hay algo de primitivo y ancestral en estar aquí, junto al río, acechando a los peces. La voluntad y la certeza de estar alejado de horarios y prisas, deslizándonos por el día, caminando con una inteligencia y unos modos que no parecen nuestros, sigilosos, atentos, muy despiertos a todo.

Percibimos lo que pasa con una intensidad que no se da en otra parte. Los sentidos se afilan, el antepasado cazador y pescador que un día fuimos se rebulle bajo la piel urbanícola con la que nos disfrazamos. Llevamos muchos chismes y materiales modernos pero no hay mucha distancia de la caña de palo, el sedal de crines y el anzuelo de hueso.

Me gusta este despertar, esta forma de sentir la vida junto al agua. Nos llenamos de un optimismo inexplicable, una vitalidad que no parece nuestra, unas energías que alimentan el esfuerzo y el camino sin parecer agotarse.

He sentido lo mismo en Laponia y el Amazonas pero también en el río de mi vida, asequible y cercano. El desafío y el deseo es el mismo, caminar y pescar, acechar y tocar a los peces más sabios, comprobar otra vez que podemos medirnos con el río. No se trata de luchar o vencer, no va la cosa de éxitos o cantidad de capturas sino de estar, ser y sentirnos pescadores en el único medio que apenas ha cambiado en miles de años. Tampoco nuestro instinto piscatorio.

Creo que el sabio griego no dijo “pienso luego existo”,tal vez hubo en el camino algún error de traducción, yo imagino que dijo “pesco luego existo”, más bien…


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