Quantcast
Channel: MI HIJO EL PESCADOR
Viewing all 457 articles
Browse latest View live

ONDINAS

$
0
0

Últimos baños del verano. Hoy sólo. Recordando el vértigo de la fácil aventura de cruzar a nado a la otra orilla con mi hijo el pescador cuando era muy niño.

Muchos pueblos del mundo han venerado y sacralizado a los ríos desde hace miles de años. No hay ninguna de las grandes culturas de Oriente, antes de que existiese la historia y los monoteismos, Mesopotamia, Egipto, Siria, China, India, Persia… que no sacralizaran o divinizaran el agua.  
Hoy siguen existiendo pueblos que continúan con sus abluciones, rezos, bochinches y baños purificadores sin  importarles que el río no este limpio o que, como en el Ganges, bajen los cadáveres por la lenta corriente a medio incinerar, convertidos en alimento de cocodrilos, gaviales y peces. 

Nosotros, libres ya de trascendentalismos y dioses, seguimos sintiendo un cosquilleo especial cuando en lugar de bañarnos en la aséptica y azulona piscina nos adentramos nadando en las aguas profundas y oscuras de un río, tocando con nuestros pies las piedras y limos del fondo, sintiendo que nos rodean los peces y las algas pero también el remoto recuerdo de las ondinas, los tritones  y las diosas del agua. Tal vez para nosotros pescar también sea eso, una forma inconsciente y laica de purificación liberadora. El agua nos cubre, refresca y acaricia aunque sea a través del vadeador. Vamos al río a tocar truchas pero también para alejarnos, olvidarnos, dejar atrás la vida urbanícola que nos pesa y agota. Pescando nos limpiamos de toda la suciedades, rutinas, miedos y pesares. En medio de la corriente somos otros, más jóvenes e intrépidos, más sabios y libres. 

Vivimos las certezas agridulces de la ciencia y la técnica, de que el progreso y gran parte de la felicidad humana no dependen ya de dioses volubles, caprichosos o vengativos sino de nuestra voluntad, iniciativa, investigación, trabajo, cooperación, curiosidad o agallas para cambiar lo negativo del presente e imaginar un futuro mejor.  

Pero seguimos necesitando los ríos igual que hace miles de años y no sólo para beber agua limpia y regar lo fértil, también para meternos en medio de la corriente y sentir muy cerca su tacto vital y sus misterios. 





AMOR

$
0
0

Anda mi hijo el pescador mohino y cenizo porque el amor de su vida le ha dejado por un “cani”. Su vida es aún corta y ha tenido pocas experiencias amorosas pero comienza a entender que el amor es a veces dificil, corto, vulnerable. Se rompe el amor de tanto usarlo o de usarlo poco o por otras mil razones y por otras mil comienza un nuevo amor, sobre todo si se tienen trece años.

Mientras tanto el río nunca nos falla. No le puedo contar las veces que el río ha sido un buen amigo, los días en los que no queríamos hablar con nadie y bajar a pescar de sol a sol fue la mejor cura de esas heridas invisibles, de los pequeños rasguños y también de los grandes desgarrones. Tampoco le cuento que a veces el amor no va a entender que prefiramos el agua y las truchas a su tierna compañía.

Pero él es guapo y simpático y seguro que va a pescar muchas "truchitas" este año, sin caña y sin señueño, sin trampa ni cartón, es lo bueno de tener trece años.

VIEJA

$
0
0
(pintura de Les Herman)

En algún momento de nuestra vida los pescadores aspiramos al pez enorme, al monstruo del río, a la trucha gorda y sabia, al barbo o al carpón más obeso del lago. Llega un momento en el que  tocar cantidad es sólo un consuelo, un entretenimiento que no nos aburre pero que tampoco nos llena como antes. Pescamos entonces las pozas hondas y oscuras, las tablas grandes donde las raíces de los sauces forman buenas guaridas y cuevas, las zona de aguas broncas, de cascadas fuertes, con una gran roca en el medio, porque allí, sin duda, acecha ella y sólo ella puede aguantar la fuerza de tanta agua.

No nos andamos entonces con terminales finos ni frágiles cañitas porque sabemos, hemos sufrido alguna vez, como se las gastan esas viejas gruñonas que se las saben todas. Truchas grandes, de más se setenta centímetros, con diez o más años en sus aletas. Además son muy pocas las supervivientes de tantas sequías y de tantos lombriceros, cucharilleros o ninferos con ganas de trucha frita y foto cutre con el pez muerto y algo reseco, perdida toda la bella fotogenia cuando estaba viva y rabiosa. 

El deseo de pescar una trucha grande es una fiebre, una enfermedad difícil de curar. Yo la tengo y no quiero sanarme, aunque ahora no use cañas tipo palo de escoba ni terminales a prueba de cachalotes sino equipos más bien ligeros. Este año le toco a mi hermano y todo mirábamos con envidia a aquella abuela del río entre sus manos.

Mi hijo el pescador también rebusca el truchón. Sueña con vencer a la vieja revieja que le aguarda para luchar en una poza propicia que yo me sé. Me sentaré entonces a disfrutar de esos instantes, a contemplar la pelea, repanchingado sobre la pequeña playa de grava, saboreando esa aventura que él recordará luego toda su vida. Y me dará igual quien gane la lucha. 

Ganaré yo, espectador privilegiado del combate entre un joven pescador y una vieja trucha en ese lugar de paraíso.


VIEJO

$
0
0


Apareció un día en mi río. Aunque era viejo se atrevía a cruzar el torrente en días de crecida y peligro. Algunas veces le espiaba desde lejos para comprobar su destreza con la caña. Le vi coger buenas truchas con aquel palillo de bambú tan endeble. Tuve que reconocer que era un buen pescador y como estaba jubilado su presencia en mi río se hizo habitual. No me quedaba otro remedio que adelantarle con discrección en cuanto le veía para pescar antes que él las mejores tablas y pozas. Pero muchas veces, distraído yo mismo en alguna buena corriente, quién me adelantaba con astucia era él. Las pocas veces que nos cruzamos en las sendas nos saludamos con un “¿qué hay?” que no esperaba conversación ni respuesta. Llevaba siempre un sombrero de fieltro muy usado, una camisa parda descolorida con bolsillos en el pecho donde guardaba las cajas de moscas y esa caña prehistórica de bambú refundido de tres tramos que manejaba con aparente torpeza y una jodida precisión de artista. Usaba una barba rala y canosa y unas gafas redondas de profesor trasnochado pero veía muy bien o intuía las truchas apostadas en los fondos oscuros y batidos.

Alguna vez le ví en el pueblo salir de la casona grande de la plaza que yo siempre creí abandonada. Por lo visto el forastero había vivido allí cuando era muy niño y ahora, ya retirado, había vuelto para pasar en esta tierra sus últimos años. Pocos más supe de él, nada de él quería saber en mi garganta, mi torrente, mi río.

A la temporada siguiente tuve una alegría. Al vejete le habían tenido que operar la rodilla. Andaba por el carasol con las muletas y se sentaba a la sombra de una acacia con el pantalón subido para que el aire cicatrizase bien el costurón. Por fin el río era mío por entero. Sin embargo, por junio, le vi de nuevo en el agua detrás de mis truchas. Caminaba despacio, cojeando y se ayudaba con un bastón fino de avellano. Mierda. Le vi cruzar el torrente por la zona difícil, sin vadeador y pescar en medio de la corriente una trucha bien grande. Aquel jodido anciano medio cojo, aquel setentón con la rodilla de titanio y los huesos gastados no se rendía. 

Mírale, le digo a mi hijo el pescador, ahora andará cerca de los ochenta. El cabrón del viejo sigue pescando mucho y aunque ya no abandona el bastón, baja casi todas las semanas dos o tres días a nuestro río. Cuando nos cruzamos, lo mismo: ¿qué hay?. Ni una palabra más. Ahora, cuando le veo pescar despacio y cojeando, no le adelanto y si lo hago le dejo un buen tramo y los mejores charcos. Hoy sé que el río no es mío, ni de nadie y de todos. 

Un día seré viejo y espero seguir sin tener miedo a vadear por lo dificil. Quisiera ser como él, tener su pasión, sus ganas, su voluntad. Ser un pescador al que tal vez se le desgasten los huesos pero no el corazón.

(Imagen de Tom Chandler)

ASTORGA

$
0
0


El río lamía despacio las riberas llenas de hierbajos ralos y brezales enanos. En las suaves montañas del fondo aún se agarraba la nieve. Nadie contemplaba uno de los paisajes más hermosos de las islas. Las diminutas flores del brezo eran de un rosa muy intenso que contrastaban desde muy lejos con los verdes oscuros, la nieve, el cielo, tan raro sin nubes en esa latitud.
Nadie, solo él, metido en el agua helada por encima de la rodilla. Un pescador casi centenario que lanzaba con delicadeza una mosca pequeña con una caña de bambú aún más antigua que él. Había dejado el Land Rover en la curva. Su amigo Willy McCoy se había gastado una pasta en recubrir el carril con una exótica grava rosada para no romper el paisaje con una fea carretera parda. Casi medio millón de libras para no manchar la belleza del inhóspito paisaje escocés. Así era el Sir.
El pescador clavó una buena trucha. Parecía que el pez en cualquier momento iba a tirar al anciano al agua. Pero logró afianzar bien los pies en el fondo y la dejó correr por la tabla. Luego fue recogiendo la seda hasta tener la trucha en la red. Le quitó el anzuelo y la tomó entre sus manos resecas y temblonas. Vete. La trucha se quedó un segundo flotando entre dos aguas y al segundo siguiente desapareció en lo profundo. El pescador caminó muy despacio hasta la orilla y se sentó en una roca. Encendió con mimo el habano y aspiró una calada lenta. Volvió a pensar entonces en la llamada anónima que había recibido esa madrugada.

Bueno Ángel, por fin tienes tu libro. Dijo a nadie.

Dejó con mucho cuidado la caña sobre la hierba y buscó en la memoria del su teléfono cierto número de Ginebra. Buenos días. ¿Tú tampoco duermes? ¿Tan mal está el negocio de los libros viejos? Tras un par de segundos de silencio el pescador escuchó la voz que esperaba. Hola Royuela, siempre jodiendo a los amigos. ¿Y a ti qué te importa lo que vendo? Raimond fue al grano sin rodeos. Esta mañana una voz de mujer me ha ofrecido el manuscrito. dos millones de euros. Alguna que conoces tú aunque ya no se te ponga tiesa judío cabrón. Escuchó algo parecido a la risa de una hiena. Vosotros los bolcheviques siempre tan poéticos. Tengo precisamente un paquete de treinta cartas de Vladímir Maiakovski que escribe a cierta camarada guapa esposa de cierto amigo de papá Stalin. Una está fechada dos días antes de que se pegara un tiro. ¿Te interesan éstas? El pescador no le siguió el juego. No era mal tipo el traficante, habían estado juntos casi toda la guerra hasta llegar a Berlín y antes entraron juntos en aquel pequeño campo auxiliar que no tenía nombre cerca de Dachau. Tantos años y seguían teniendo pesadillas recordando lo que vieron allí. No cabrón, no me interesa la bragueta de Maiakovski ni del puto Stalin, sabes que desde hace mucho tiempo me interesa el Manuscrito de Astorga, ¿sabes algo o no?. Nunca hablaron de lo que vieron en ese pequeño campo sin nombre que no existe en ningún libro, en ninguna fotografía. Nunca encontraron las palabras precisas para explicar lo que descubrieron allí. Pillaron a los nazis con las manos en la masa quemando un montón de pequeños cuerpos. Eran cincuenta alemanes contra cinco. Después de que se les terminaran los cargadores fueron a por ellos gritando enloquecidos con el cuchillo de combate en la mano. Cuando acabó todo sólo quedaban Raimond y Bruno cubiertos de sangre y cien niños judíos supervivientes que contemplaron la lucha y la carnicería sin poder levantarse del suelo, solo sonreían y susurraban palabras en polaco y en ruso. El espanto no se quedó ahí. De esos cien solo sobrevivieron cuatro tras la liberación del campo.

Te pensaba llamar esta mañana. Ayer me enteré de que había aparecido en el mercado tu jodido manuscrito de pesca. La vendedora se llama Alexandra Dover, es colega, hablé con ella, por lo visto sólo es intermediaria de una fundación con sede en Madrid que se llama Dragón General. El viejo pescador se quedó en silencio. Le sonaba el nombre pero no sabía por qué. Gracias Bruno, te debo una. Quiero ir a Ginebra el martes. Compra el manuscrito. No importa el precio. Apunta una dirección que te voy a dar y cuando lo tengas mandas allí el libro. Y organiza una cena con los chicos. La voz del traficante suizo se hizo más grave y lenta. Claro viejo. Cualquier día palmamos. Hace por lo menos cinco años que no nos reunimos. Haremos una fiesta de despedida. El pescador chupó el habano muy despacio, saboreando los aromas dulces y picantes del tabaco. Amigo, ¿cuántas reuniones de despedida hemos hecho ya los seis?, cuando cumplimos sesenta, luego setenta, ochenta, en la última teníais casi todos noventa. ¿Te das cuenta de que no hemos muerto ninguno?, ¿de que ninguno sufre achaques ni enfermedades relevantes? Simón, Klaus, Kurt, tú, yo, Tristán es más joven, pero debe tener ochenta y tantos. Hemos envejecido pero tenemos una extraña salud de hierro. A veces he pensado que todos morimos, los chicos y nosotros, en aquel campo y que la vida de después ha sido otra cosa. Se escuchó una risotada forzosa al otro lado. ¿Qué has bebido tan temprano viejo?. Adiós Raimond. Salud.


El anciano volvió a meterse en el río. Caminaba con tiento pero no con menos torpeza que cualquier otro pescador a mosca. Podía recordar, como si todo hubiera ocurrido ayer, las discusiones con Ángel el leonés, metidos en la tienda de campaña, los tediosos días de antes del desembarco. Su defensa de cierto manuscrito maravilloso y muy antiguo que describía con palabras mágicas la fórmula secreta de unas moscas infalibles. Nos lo trajo a la escuela el maestro del pueblo, don Atenodoro se llamaba. A veces nos hacía dictados con aquellos legajos de un amigo suyo. Fijándome en mi cuaderno de dictado hice yo luego algunos moscos, canela fina amigo, nada que ver con esas mosquitas inglesas que hacéis aquí y que son una mierda. Aquellos halftrack llenos de españoles republicanos y franceses de Leclerc comenzaron a atravesar Europa reventando las defensas alemanas. Por la noche, las pocas horas de descanso, aquel joven leonés le describía esas extrañas moscas, …plumas de negrisco acerado claro, pardo de obra muy menuda que no sea dorada, bermejo de gallo de muladar encendido y luego encima una vuelta de pardo granadina… o le hablaba de los ríos de su tierra …llenos de truchas gordas como carcañal de moza. Mira esta caña, me la regaló una pelirroja que trabaja en Hardy y cuando acabemos con Hitler y con Franco me voy a casar con ella, voy a hacerme una casa junto mi río y voy a pescar en el Órbigo todos los días de mi vida.  Pero si casco te la regalo. Sería una pena que nadie la llevase nunca más de pesca o que se la quede algún boche cabrón. Recuerdas, como si fuera ayer, aquel diecisiete de agosto en el que alcanzaron a tu Sherman y todo hervía. El leonés, menudo, muy delgado, se metió en aquella olla monstruosa a punto de reventar y te sacó inconsciente y malherido, pero vivo. Te arrastraba por la hierba cuando los obuses del tanque explotaron Te debo una Ángel. 

Raymond lazó la seda en la cabecera y clavó una trucha aún mayor que la anterior. Se estaba levantado un viento helado del norte. Salió del agua renqueando, apoyado en su bastón de vadeo. El Sir le tendría preparado en la casa un buen almuerzo. Recuerdas también, como si apenas hubieran pasado unas horas desde entonces, el día en que entraste en París y luego, tras cruzar el Mosela, el olor a cordita y a pólvora, a carne quemada, a aceite ardiendo. El camión oruga de tu amigo convertido en chatarra retorcida. Los cinco españoles muertos, destrozados y sin embargo su frágil caña de bambú intacta, atada junto a los soportes de los fusiles. Esta caña que ahora se cimbrea en su mano. Te debo una amigo.

 ¿Cuántos años han pasado?. Dices en voz alta. No has olvidado nunca a aquel soldado español de La Nueve. La pasión de sus palabras describiendo sus fantásticas moscas antiguas. Cuando hace pocos años, apareció en Fly Fisherman la pequeña noticia de la desaparición del manuscrito regalado al Dictador Franco en el sesenta y cuatro comenzaste las pesquisas, pusiste cebos, echaste las redes. Tu camarada Bruno, que se hizo librero de viejo tras la guerra, descubrió que intentaron subastarlo en Londres en el setenta y ocho con mucho sigilo pero aquella venta no llegó a buen puerto. Después nada. Muchos años sin pistas. Y ahora por fin aparecía de nuevo.  Eres un acomodado jubilado, pionero de la distribución de vinos selectos franceses en la Gran Bretaña. dos millones de euros es casi todo tu fondo de pensiones. Y qué. Sonríes mientras conduces despacio por un carril del color de los brezos. Tu amigo el Sir también sabe derrochar bien su dinero. Imaginas la cara de sorpresa de la funcionaria de la Biblioteca Nacional de España cuando reciba el lunes el pequeño paquete con el precioso Manuscrito de Astorga y el remite que le has dicho a tu amigo que escriba. De parte de Ángel. Salud y Libertad.

LLUVIA

$
0
0


Por fin la lluvia, torrencial o mansa. Frente al tópico de los poetas sobre la tristeza de la lluvia, a mi el agua del cielo siempre me ha producido una clara alegría.

Muchas veces he salido a pescar cuando comenzaba a llover y no sólo porque bajo el agua había momentos mágicos de actividad piscícola sino por esa alegría tan directa y tan primitiva que me producía estar ahí, metido en el río, rodeado del tiliteo de las gotas y los olores del bosque de ribera.

El agua escurría por mi impermeable y por mis manos, me salpicaba la cara y el corazón pero nunca sentía frío. Durante muchos años llevé un impermeable azul muy viejo que heredé de mi abuelo y que era excelente. Ahora llevo uno moderno, traspirable, del color de la tierra, pero me siento igual, a salvo, protegido, cuidado por la lluvia y el río, embriagado por el concierto del torrente en las piedras y de las gotas gruesas sobre las plantas y la superficie del agua. Murmuro entonces cualquier canción de memoria y el mundo parece otro muy distinto, más limpio, más salvaje, más refugio.

Tan vez porque, cuando sacaba un pez, brillante de agua, yo mismo me sentía entonces acuático, también mojado por fuera  y bien vivo por dentro. Tal vez porque algo en mi inconsciente tenía la certeza de que sólo el agua dulce de la lluvia daba vida. Sólo la lluvia alimenta y cuida de los ríos.

Para mi no hay nada más confortable. Otros imaginan cómodos refugios llenos de tecnología. Mi refugio, mi casa, mi sueño es un día de pesca y de lluvia con la única tecnología de la caña, el carrete, el sedal y el anzuelo. 
Con la única riqueza de tener un río vivo. Y tiempo.




BAÑO

$
0
0

(dibujo a lápiz de Daniel Fazio)


Me gusta a veces pegarme un baño caliente en invierno, en la bañera. Pero me gusta más aún nadar en primavera y en verano en un río o una garganta de aguas frías y transparentes.

El agua pura y limpia es un privilegio. No se trata sólo de no derrochar o desperdiciar el agua. En España el 65% del agua la consume la agricultura, el 25% la industria y sólo un 10% es consumo doméstico, por la tanto son un poco irónicas o cínicas las campañas de ahorro del agua en el hogar. De los 3.500 litros por habitante y día en Europa sólo 250 litros corresponden a consumo doméstico. Y si pensamos en las aguas residuales o no depuradas quienes de verdad están envenenando nuestros ríos no son los hogares sino la industria y la agricultura. Los ríos en España están muy mal por muchas razones que todos conocemos pero también por el uso y abuso que de este recurso hace la agricultura y la industria, que no sólo consume el 90% del agua sino que también contamina el 95%. El ciudadano está cada día más sensibilizado ante esta cuestión y las campañas de ahorro de agua en el hogar están calado. No se puede decir lo mismo de los “hunos” y los “hotros”, que no se bañan, ni se duchan pero matan los ríos.

QUID PRO QUO

$
0
0


Pensó que no merecía el río. Quizá tanta belleza sólo debía de ser privilegio de sabios antiguos que hubieran recorrido el mundo a pie la vida entera en los tiempos de la lentitud, antes que los hombres inaugurasen la forma de cambiar los climas y los ríos. 

Quizá tanta quietud sólo debía ser un derecho para aquellos duros nómadas por tierras siempre inhóspitas. Sintió que tanta belleza debía de ser cuidada igual que se cuidan a los hijos o algunos recuerdos.

Sobre la orilla lavada por las últimas crecidas ve pedernales rotos, puntas de flecha a medio hacer, un pequeño arpón de hueso lleno de dibujos geométricos que el pescador no toca. Todas esas reliquias de un mundo olvidado se exponen sobre un grueso tapiz de musgo, grava limpia, pedazos quemados de raíces de brezo. El pescador siente que los nombres antiguos de las cosas, de los peces, de la quietud o de la belleza se han formulado con sonidos y voces distintas mil veces. Sólo coge del suelo una pequeña punta terminada y deja a cambio entre la arena un anzuelo grande que ha llevado muchos años como amuleto en uno de los bolsillos del chaleco. Quid pro quo. Susurra.

Le gusta pasar los dedos por este musgo grueso que cubre algunas orillas, suave, muy húmedo, mullido como un futón japonés. Debajo de las pequeñísimas flores pardas se muestran miles de tonos verdes. También le gusta tocar la flecha de silex y viajar mucho más allá, cuando por este mismo cielo sólo volaban libélulas gigantes. Imagina que las libélulas que ahora se elevan sobre las cicutas seguirán en este río cuando de los hombres no quede nada, sólo el hormigón con el que construyeron los últimos muros de la civilización convertido en fina arenisca de playa.

El pescador mira a lo alto, hacia donde nace el río, saliva transparente de glaciares arruinados,  nieves furiosas que el sol de marzo ha ido derritiendo con sus besos, agua viajera que llegó un día aventada desde los océanos y escondida en las tormentas, fósil líquido que se ha ido filtrando desde los neveros subterráneos gota a gota durante siglos, desde los cimientos de Gredos hasta sus dedos y su boca.

Le regala la punta de flecha a su hijo. Otros hombres miraron hace mucho tiempo todo esto como ahora lo miramos tu y yo. Con el mismo respeto y cuidado.
Y el hijo pescador, feliz con su amuleto de pedernal.





SALMONIA

$
0
0


Del río me gusta sobre todo la lentitud, aunque soy un pescador que pesca deprisa, lentitud para saborear, caminar, observar, pensar, disfrutar, imaginar, recordar, desear. El tiempo en el río es otro muy distinto, un tiempo siempre lento, una sucesión de instantes intensos que nos hace olvidar ese otro tiempo de fuera lleno de horas, calendarios y velocidad…

Es una lástima que aún no esté traducido al español “Salmonia” de Sir Humphry Davy, uno de los grandes científicos del XIX al que deben la vida miles de mineros gracias a su lámpara y uno de los más grandes y más apasionados pescadores de la pesca con mosca de Gran Bretaña.

Le hablo a mi hijo el pescador de este maravilloso tipo, científico, poeta y pescador, en aquel tiempo en el que ser, practicar y escribir de esas pasiones enriquecía y hacía progresar al mundo…

Para saber más de Davy:
“La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo”. Richard Holmes. Traducción de Miguel Martínez-Lage y Cristina Núñez Pereira. Turner. Madrid, 2012. 

LIBÉLULAS

$
0
0


Las libélulas son muchos días mis compañeras de pesca. Se posan a veces en la caña. Otras veces pasan raudas, depredadoras, río abajo a la caza de otros insectos. 

Pero a veces ellas son cazadas cuando nadan o se arrastran por el fondo siendo larvas o cuando bailan su cortejo amoroso por encima del agua.

En otras ocasiones es mi primo Carlos Tovar, uno de los mejores fotógrafos de naturaleza de Europa,  quién las “caza”  con su cámara tras muchas horas de paciencia y saber.

Pero esta vez “pescó” al pez que las acechaba. Las fotos no tienen la calidad a la que nos tiene acostumbrado pero son muy bellas y auténticas. 



ESFUERZO

$
0
0


La ciudad es fascinante para un chico de pueblo. Madrid, Londres, Nueva York, París, Praga, Berlín, Boston… Mejor una ciudad grande con barrios muy distintos, calles larguísimas y miles de personas trazando sus caminos invisibles. Durante años caminas por sus calles sin conocer nunca bien su laberinto.
En todas ellas me he sentido como en casa, feliz.
Igual me pasa con los ríos trucheros. En todos los ríos, sin son limpios y poco transitados, largos y salvajes, me he sentido como si estuviera de verdad en “mi río”, en mi casa. Hasta en los torrentes más frecuentados siempre descubro nuevos recodos y distinta el agua.

Se va terminando el año y de nuevo me doy cuenta de la velocidad con la que gira la tierra sobre si misma y alrededor del sol y el vértigo sol mismo vagando hacia fuera de esta galaxia en forma de espiral que flota en alguna parte del Universo. Apenas nada, un puñado de polvo de estrellas y, sobre esa bola de polvo, el agua que llegó en meteoritos de hielo bebe la tierra e inventa la vida. ¿Por cuanto tiempo? ¿y cuánto de él es nuestro?. No podemos por tanto desperdiciar el tiempo, tan sólo derrocharlo, saborear el tacto de la tierra y del agua, no demorarnos en tareas estúpidas y rutinas sin memoria.

Dicen los neurobiólogos que sólo lo que nos cuesta, lo que requiere mucho esfuerzo de energía y atención se nos queda grabado en la memoria. Lo que no es así lo olvidamos casi al instante o al poco tiempo y no queda de ello ni rastro en las neuronas, ni en las sinapsis, ni en el alma. Se lo digo al hijo pescador, pero no para aconsejarle que se esfuerce en los estudios y las disciplinas laborales (o no sólo) sino para que descubra que el placer, la dicha, la felicidad siempre es mayor y no se olvida si el camino es difícil, costoso, complicado.
Pero él ya lo sabe.

Hemos crecido en ríos duros y broncos, con truchas esquivas, viejas, resabiadas. Pescar en ellos nunca fue un simple paseo. Requiere voluntad, preparación, fuerzas medidas, mucha pasión, resistencia a la frustración y la certeza de que esta forma de pesca,  y no otra más fácil y accesible, es la que de verdad nos gusta. Volvemos del río exhaustos pero felices y los días son inolvidables.

Hoy en la ciudad, metido en tareas y rutinas, recuerdo el agua. 

SHADOW - the old monster trout -

$
0
0


Under the great broken willow I first discovered the shadow. I thought it was a sunken log, so I cast the bait casually into the deep pool that lay under the stump’s exposed roots. I looked again toward that place to fix my gaze on a dark and nearby point where the late afternoon sun wouldn’t blind me, and that’s when I noticed it.

A fisherman sees things no one else sees, imagines the origins of the water, admires the beauty of a caterpillar hanging from its silk, the undeniable allure of a spider walking on the water, the hunch that behind a rock, that rock and not another one, the fish is hunting.

With a couple of oar strokes I approached the willow’s remains. In half a second the deluded and fanciful mind of a fisherman can imagine the most enormous fish, the monster, a mythical animal, and ponder the unique privilege of outwitting the river’s wisest creature. But the next second the fisherman’s objective and scientific mind tears down the fallacy and collects arguments to show that the afternoon light, the muddy waters and the tinted silt at the bottom created an imaginary fish which is but an illusion, a lie, a shadow. But the shadow was gone.

I blinked several times to erase the red circle caused by the sun’s myriad rays reflected on the river’s surface, looked once more at the spot where the worm was submerged and noticed the shadow just above. I set the hook with all my might and saw the small whirlpool made by the fleeing fish, just as I fell backwards with the line all in a tangle.

A fisherman’s mind is sometimes a detailed encyclopedia of fish species. A mammoth trout? A big pike? The grandfather of all perches? A catfish? I sat up angrily thinking that whatever it was, it would be far away, but on looking anew at the roots of the willow I saw the motionless shadow and imagined it looking at me as if challenging me, ridiculing me, looking down on a rival that would never be able to humiliate it.

A fisherman’s behavior is sometimes as unpredictable as the flight of a dragonfly or the words of a madman. Without fully understanding my behavior I sat on the bow and took out of its tube my bass fly fishing rod and baited it with a fly that looked like a blood-red dragonfly. I am a lousy fly fisherman, but on that cast the line traced a beautiful, slow arch and the fly landed delicately just above the shadow. In the split second that separates the slight movement of the tip from the tug at the end of the line, the most fitting of questions crossed my mind: “What on earth am I doing fishing for a monster with a few colored feathers?” At that moment there arose a great commotion beneath the fly, the rod was almost torn from my hands and as I gripped it firmly, and I felt the unmistakable click of a snapped line. On the water’s surface, a few meters away, floated the feather dragonfly.

I didn’t see the shadow again for days, though I spent many hours casting flies of all colors into the dark corners of the river. Sometimes a fisherman’s will is exasperatingly steady and nauseatingly patient. For weeks on end I’d forget about the Shadow and go to other rivers and gorges, but on certain Fridays its memory would haunt me like a recurring nightmare and I’d go back to the river, to the spot with the sunken willow, and scour every suspicious corner, casting the same and the only red dragonfly that first tempted the Shadow. Sometimes I’d catch a big fish, almost always a huge perch that would attack the lure viciously and try to escape relying on the brute strength of its tough, tapered body, but I scorned them all, and they barely got to the net exhausted and defeated after a hard-fought battle lasting several minutes, and I’d release them as if they were small fries barely worth the effort.

Fisherman’s avocation sometimes borders on insanity. He can lead a normal life with a normal job and a normal family, but his free time and his thoughts are given over to rivers and water.  A mystical instinct drives him to get up early, tolerate the bitter cold, days without a bite and [nightmarish dreams] dreams bordering on nightmares, to scrutinize the weather and the moon, and to devise schemes, traps, lures, and meticulous tactics to outwit animals that swim, masters of their shadowy, liquid world.

One year, on a late afternoon very much like that day’s, I saw the Shadow once more as it swayed on the gentle current that crossed a sand bar, its dark and monstrous profile in stark contrast against the clear sand. I could even glimpse its eyes staring at me despite the many meters of water separating us. This time I didn’t have my fly reel but I cast a small crab-shaped lure as delicately as I could. What followed next is difficult to explain. The Shadow lashed out angrily and the line, this time a high-strength braided fishing line, snapped with a bang.

There were now no more rivers but that one, or any idea but that of catching the Shadow with my own two hands. Time and again in the afternoon following work I’d drift downstream exploring the river bottom, dredging every corner of the shore with my red-feathered dragonflies, anxious for another encounter which was never to be.

I’m old now and my fame as a great fisherman extends beyond my country thanks to my books on the art of catching trophy? fish, but I know I’m just an average fisherman and that neither years nor experience give us the necessary wisdom to penetrate a river’s simple secrets.

Yesterday, while cleaning up the attic of the house where I now live and which used to be my father’s and his father’s before that, I found an old fishing diary, my grandfather’s I assumed, though of little interest aside from its sentimental value. Heaped in between most of its blank pages were the rivers visited, the weather, the catches, the phases of the moon, who was with him, train schedules. Only what was written on the last page left me paralyzed, the only sentence in faded but still legible ink:

"Today I fought the Shadow again".

Time doesn’t exist for a fisherman, even if his body does give in first. Time for a true fisherman is a dragonfly floating in the late afternoon that never comes to rest, a dragonfly red like the blood of fish and men.


INVULNERABLE

$
0
0

Dibujo de Gordon Allen

Agotado. El sol calienta los últimos minutos del atardecer. El pescador se sienta sobre una gran piedra con vistas a un largo tramo de río. El musgo seco está caliente. El sonido del agua es bronco y duro, se desliza por el aire igual que el Martín que vuela rapidísimo hasta el recodo del fondo.

Le gusta sentir el tiempo, cerrar los ojos, tocar el tacto suave del corcho de la caña. A veces teme que todo eso desaparezca para siempre. Ahora sabe que eso es posible. O teme que él no pueda bajar y ya sólo exista la música del agua en su memoria.  Se siente vulnerable. Muy pocas veces se siente así. Antes nunca.

Entonces ve a su hijo pescador salir a lo lejos, en la curva del recodo. Camina entre las piedras como si danzara los compases de una música ancestral. No mira otra cosa que el agua, sus pies, los oscuros remansos junto a los remolinos donde acechan las truchas. Sube despacio, sin dejar ningún lugar sin registrar. Todo le parece frágil en el atardecer menos él y el agua. El joven pescador camina con gracia por la difíciles piedras de la orilla esquivando las zonas muy pulidas, los canchos mojados y peligrosos, las ramas bajas de los sauces. Desde tan lejos puede sentir que es incansable, que su sangre fluye como fluye el río, de forma potente y descuidada, con toda la fuerza de la primavera y la vida.

Tarda media hora en subir pero la tarde se hace larga, la luz se estira dentro del tiempo. Me siento muy cansado pero saboreo este agotamiento físico. Gracias a él estoy aquí sentado y disfruto mirando como pesca el hijo. Veo el fulgor de la trucha que se retuerce sobre la superficie, su gesto tranquilo al recibirla, cómo se inclina en el agua para soltarla. Me siento entonces, de nuevo, invulnerable.


HAMBRE

$
0
0


Comer junto al río. Saborear con hambre las sencillas viandas sobre el lujoso mantel de líquenes y musgo seco del cancho alto sobre la poza la “Vena”, rodeado de jaras en flor, tomillo y brezo.

El madrugón, la caminata, la danza de equilibrista entre las piedras de la orilla con  la caña en la mano, el vadeo, la tensión de pescar… dan mucha hambre y el pescador siente cómo las golosinas van reconstruyendo el cuerpo y el ánimo.

Un poco de queso ahumado de Cantabria, membrillo casero, buen salchichón de Vic, picos de pan sevillanos, una lonchitas de ántima que la navaja sueca corta con gracia.  Para mojar los labios llevan una pequeña botella de tinto bueno. De postre unos higos secos rellenos de nueces.

El río esta muy lleno de agua. En ese momento el sol comienza a alejar el frío de esa mañana de primavera. Las hojas de los sauces son aún muy tiernas y los mil verdes del bosque de ribera son intensos y brillantes repitiendo una forma de rara belleza que ya existía mucho antes que los hombres inventasen la palabra.

Habla el hijo pescador de todo eso y su compañero se emociona porque no aprendió de él esas palabras, nunca le habló así de este paisaje. Y por romper cualquier barniz de trascendencia hablan luego de las truchas tocadas y de la que vieron salir bajo la piedra, negrísima y grande, que se burló primero del señuelo en forma de pececillo del hijo pescador y luego de tu ninfa de cabeza anaranjada y pelusa de liebre.

No hay descanso. Tras la comida breve siguen río arriba. Durante muchas horas, hasta el atardecer no hay otro mundo que ese torrente ancho y bronco.

Recuerdan hoy ese momento en la ciudad.  Un día de finales de otoño. Tienen hambre de río.




NORTE

$
0
0


Bajaron siguiendo el pequeño arroyo durante horas. Caminaban sobre un colchón de musgo de varios metros de espesor. Vieron los rastros de los troncos cortados por los castores, los chillidos de cientos de lemmings furiosos que no se apartaban a su paso, el barrunto sordo de las alas de los urogallos en las zonas más abiertas.

De pronto el río Sastsan ancho y profundo de curvas suaves, con zonas estrechas de rápidos y otras extrañamente someras y calmas.


La tormenta pasó de largo. No necesitaban hablarse demasiado. Pescaron durante todo el día sin tomarse ni un rato de descanso. Se olvidaron de comer. Para beber sólo tenían que inclinarse sobre el agua. 

Eran hermanos de sangre, pero también de río, no importaba cual, ni dónde. No estaban lejos del Círculo Polar, se veía con claridad el blanco lechoso de unos glaciares. 

Pensó que deberían inventarse aún las palabras precisas para describir toda esa belleza. Él creía que sabía suficientes palabras para describir el mundo y había descubierto allí que se equivocaba.


Subieron río arriba durante mucho tiempo, a veces juntos, otras veces turnándose sobre quién hacia volar las primeras varadas. Su hermano, en poco más de media hora, cogió quince truchas sin moverse en la curva honda de una tabla muy ancha. Dos dobletes. Una trucha grande le sacó toda la línea de reserva antes de partir el sedal. 

El aire era limpio y fresco. Le gustaba tocar los abedules, su corteza de joya, su tacto de ser vivo, casi caliente.


No necesitaban reposo ni quietud, no por ansia, ni por aprovechar el día sino porque se habían olvidado de todo menos del río y de las truchas, incluso de sí mismos. Pero antes de volver, ya muy tarde, aunque el sol seguía allí con arrogancia, se tiraron sobre la hierba y se durmieron. Luego subieron de nuevo por el arroyo perdido hasta la pista 

Se juraron volver allí. Repetir de nuevo los días sin noches y sobre todo volver a saborear esa sensación, ya en la cabaña, de quedarse dormidos antes siquiera de apoyar la cabeza en la almohada y seguir soñando con ríos y truchas.


Ha pescado con su hermano muchos años. Le gusta compartir tiempo y agua con él. Volverán este año, por julio, al Norte y a los sueños.



TIEMPO DE REGALOS

$
0
0

Foto de Berta Drost

Las truchas se entregan al amor y nosotros al amor de la lumbre, a recordar ríos y reflejos, a inventar moscas y escribir de los días en el agua.

La sierra se va cubriendo de nieve y el oro viejo de los robles va escondiendo las setas y la vida. Paseo por la garganta abrigado de invierno, protegido del son de la tristeza por la alegría de las cascadas y del musgo. Saboreo también este tiempo de forzoso descanso. Fuera del río todo es malo, cerca del agua la crisis angustia menos, se deshace, se aleja. ¿quién necesita más que un río y un plato de sopa?

Descanso en la poza del Águila, en la cueva de la mole de granito que para la corriente, que ha parado las crecidas de siglos y otros tiempos peores, imagino a la trucha en el fondo, creciendo y acechando en lo oscuro, una trucha muy vieja y muy grande que vive en esa cueva, en esa poza, en este sueño.

Llegará de nuevo marzo, abril, mayo. El tiempo es un regalo. Una fortuna.


Así que os deseo felicidad, este sería mi "christmas"

VENDRÁN TIEMPOS MEJORES PERO NO NOS IMPORTAN,
la vida es el presente, el instante que late,
los minutos de hoy y de mañana.
Quienes nos venden la fábula
de futuros mejores y lejanos,
de aguantar los mordiscos
por un quizá mañana,
son los de siempre.
Los que robaron almas, tiempo,
 trabajo, besos, vidas y palabras
y nunca saborearon carestías, asperezas, 
vacío, pobreza y desamparo.

VENDRÁN TIEMPOS MEJORES PERO SERÁN AHORA,
la vida es estar juntos, el instante en la calle,
los días de encontrarnos y de reconocernos.
Quienes nos venden la trampa
de que sigamos mudos y obedientes,
de aguantar la historia entera
por un quizá mañana,
son los dueños de todo o casi todo,
Los que mataron a Peter Pan, Corto Maltés, John Silver
y hasta al capitán  Ahab y su ballena,
la imaginación de nombrar el porvenir,
la libertad del pan,
el amor a destajo,
la hermandad de los hombres,
las mujeres, los perros, las estrellas.

VENDRÁN TIEMPOS MEJORES PERO HABRÁ QUE LUCHARLOS
como siempre contigo y también con el otro,
la otra, el extranjero, la extraña y el que fuimos,
y brindar con memoria y con buen vino
por el tiempo de hoy, por ti, por mi,
por los que llegan, por la tierra que da,
el aire que regala, el sol que nos conmueve,
y sobre todo por hoy, por no demorar nada,
que la vida es ahora solamente.
Que la vida es ahora, en este año.




AL SUR

$
0
0


Pescó el primer lucio cuando tenía veinte años. Sus peces naturales habían sido siempre las truchas y los barbos, los ríos y los torrentes de montaña. Pero siempre le pareció simpático aquel pez de boca enorme, apetito insaciable y preciosa librea de verdes fluorescentes y azulados.

Amanecía aún cuando trotaban ya hacia el sur, esta vez con el hijo pescador. Quería ver el brillo de sus ojos cuando luchara por primera vez con uno de esos peces.

Le gustaba conducir así, todos dormidos, mientras el recordaba otros tiempos y otros años. Días de dormir en la orilla del Orellana rodeado de alacranes y de paz.

Él era de ríos limpios, de caminar siempre, de acechar las aguas rápidas y cristalinas, pero hoy era invierno y quería ver como luchaba su hijo el pescador con un lucio, a ser posible grande. Esa primera pelea nunca se olvida. 

Conducía despacio hacia el sur una mañana muy fría de enero y salía entonces el sol. La felicidad nunca se olvida.


TIRO

$
0
0

Me pregunta mi hijo el pescador porque nunca uso esa caña tan vieja que guardo en la vitrina. Entonces le cuento su historia... estamos en 1938. 

Llevamos también un paquete para Jan que nos ha entregado un brigadista polaco.

—Es la herencia de un familiar que ha muerto —miente.

No hemos resistido la tentación de abrir la maleta y descubrir que se trata de una vulgar escopeta de caza, una caja de cartuchos, una cañita de bambú y una nota escrita en checo.

Cuando llegamos por fin al puesto de mando sobre la Venta de Camposines el general ordena enseguida la distribución del envío.

Dalmau, el cubano ligón y risueño había aprendido rápido a apuntar con sus cañoncitos del treinta y siete. Le han dado por muerto más de una vez, sobre todo cuando en la quinta contraofensiva ocupaba la cota 496 y durante días, sin interrupción los obuses de la artillería y las bombas de la aviación convirtieron el pequeño monte en un paisaje lunar en el que había desaparecido cualquier atisbo de vegetación. Lo que había sido un bosquecillo de maleza quedó convertido en un desierto la noche en la que Dalmau y cinco de sus artilleros decidieron escapar a otra posición. Habían sobrevivido haciendo pozos y túneles en los que se ocultaban como topos cuando arreciaban los bombardeos y de los que salían sólo para apuntar a los tanques que se aproximaban con un par de cañones Puska-Maklen tan certeros que eran el asombro de todos. Pedimos al general llevar con nuestra gente las piezas para los cañones y los obuses a Dalmau y accedió con un gesto antes de volver sobre sus mapas preparando ya la retirada.

Comienza a llover de nuevo y la noche es muy oscura, las mulas en fila, los hombres agarrados a sus colas y delante un brigadista de piel oscura que parece saberse el camino con los ojos cerrados y lleva, cuando puede, suministros y comida a la gente de las cotas más inaccesibles. La lluvia torrencial silencia cualquier ruido, los relinchos de los animales cuando resbalan por la pendiente, la caída de alguna de las cajas, los juramentos de los hombres que han perdido ya la noción del tiempo y la distancia y caminan sin rumbo asiendo las crines de las mulas como el único cabo que les salva de los abismos que imaginan.

—Joder que el guía es un moro, que me fijé en él cuando llegamos a la Venta —dice inquieto Evaristo.

—Y qué cojones te importa el color de su jeta —le abronco.

Llegamos a la posición de Dalmau pocos minutos antes del amanecer. Ha dejado de llover y ya se ve algo pero no hay ni rastro de los soldados en la posición.

—¡Dalmau Putón! —grita el moro.

—¡Horda salvaje! —grita la inconfundible voz de Juanín desde algún lugar invisible.

Los soldados van saliendo de los escondrijos, unas extrañas cuevas que han excavado entre las piedras y los desniveles. Nos abrazamos todos pero no da tiempo a más, alguien grita.

—¡Ya vienen los aviones!

Y salimos en estampida para los escondrijos dejando las seis mulas solas cargadas con la suficiente munición para hacernos volar a todos. Pero los Heinkel pasan rasantes y descargan sus bombas en otra cota cercana. Salimos de nuevo a descargar las mulas y el moro sale corriendo con las caballerías en cuanto están todas las cajas en tierra.

—Adiós pito corto —dice el moro.

—Hasta luego horda salvaje y ebria de sensualidad —le grita Dalmau parafraseando a la Pasionaria en cierto discurso que había generado tiempo atrás un cabrero importante entre los marroquíes y demás árabes que había en las Brigadas Internacionales.

Llega el siguiente grupo de aviones y corremos con las cajas hasta la entrada de una de las cuevas. La tierra es esponjosa y la lluvia la ha convertido en una espesa pasta en la que las bombas suenan huecas y a veces no explotan. Se quedan clavadas, casi totalmente enterradas en los charcos de lodo. Los defensores han construido una serie de trincheras y estrechas cuevas de entrada diminutas en las que hay que meterse casi arrastrándose. Desde algunas de ellas se dominan a la perfección los pequeños valles por los que comienzan a correr los tanques con la infantería detrás. En cuanto pasan los aviones sacan un poco los cañones de las cuevas y apuntan con cuidado.

—Tápate los oídos y cierra los ojos —grita el cubano.

Y al instante parece como si se fuera a hundir la tierra del estruendo. Trozos de tierra desprendiéndose de las paredes del cubículo, humo picante y un doloso zumbido en los oídos que no desaparecerá en muchos días.

—Te dije que te taparas los oídos coño, disparamos así para que sea más difícil que nos detecten.

Cuando se aclara el humo veo abajo un tanque incendiado, pero vuelven los aviones alemanes sembrando de bombas el cerro una y otra vez. Para la gente de Dalmau todo esto parece ser una rutina, pasada de aviones y bombardeo, intento de avance de los tanques y la infantería, vuelta a sacar la punta de los cañones, apuntar, disparar, nueva pasada de los aviones y obuses de artillería intentando aniquilarnos, así una hora, dos, tres, cuatro horas. Deben ser las doce cuando todo se para, no vienen más aviones, los tanques se retiran.

—La hora de comer —dice alguien y los soldados comienzan a abrir las cajas de comida que hemos traído.

—Cojones, esto es una escopeta como las que usaban los señoritos de mi pueblo para apiolar venados y este palillo es una caña fina para pescar truchas —afirma quién ha abierto la caja para Jan por error.

—No es una escopeta camarada —le corrige Dalmau quitándole el arma de las manos— es un rifle exprés de lujo, Holland&Holland, inglés con grabados en oro. Este chisme vale una fortuna, pero sólo sirve para cazar elefantes y no tanques, ni Chirris, ni Messer. Y este palillo es una estupenda caña americana de bambú refundido


Nos han caído encima docenas de bombas durante toda la tarde. Ya no escuchamos las voces de los otros, sólo un zumbido agudo y lejano y el estruendo opaco de las granadas cuando explotan, la vibración suave de los aviones cuando hacen el picado sobre nuestra posición. No nos hablamos porque no podemos oírnos, estamos sordos, solo los gestos y los ojos nos sirven para decirnos cosas, abrir de nuevo el agujero por donde sacamos los cañones, limpiar sus mecanismos, cargar, apuntar, disparar, esconder de nuevo las piezas, aguantar la rutinaria pasada de los aviones, Dalmau se encarga de apuntar con una de las piezas y logra un acierto de cada cinco tiros para asombro del general y maldición del enemigo. A mi solo me asombra que sigamos vivos, que ninguna de los cientos de bombas que caen por todas partes haya entrado por pura ley de la probabilidad por alguno de los agujeros y nos reviente a todos.

Está apunto de ponerse el sol y Juanín grita a uno de los soldados que recorra las posiciones y averigüe cuántos cañones quedan en uso para mañana. Entonces aparece Jan cubierto de barro de la cabeza a los pies, con algunas heridas en la cara y en las manos pero sonriente como siempre.

—Nos han caído cerca una granada y se ha cargado el cañón —dice a Dalmau.

No nos reconoce. Tenemos todos el mismo color pardo, la misma costra de polvo húmedo.

—Hola Jan, veo que aún no estás muerto.

Nos abrazamos y le entrego la maleta.

—Te he traído de Madrid un regalo de tu amigo Héctor el polaco para que te distraigas un poco y nos caces unos conejos para la cena o unas truchas del Ebro.

Abre con cuidado la maleta de buena piel de avestruz y bisagras de bronce y no puede reprimir el asombro cuando descubre el arma y la caña de pescar. Toma la nota y lee en voz alta y en castellano: «el viejo se ha ido al infierno, estará feliz cazando monstruos en la oscuridad, dejó sus libros y sus armas y esta caña para ti y yo respeto y acepto con gusto su decisión. Firmado: Hans».


Vuelve de pronto el chirrido de los aviones, el temblor de las primeras bombas. Escucho perfectamente el silbido agudo que se acerca y el estruendo del mundo derrumbándose sobre nuestras cabezas. Doy brazadas en la tierra caliente con los ojos cerrados, siento que nado dentro de la lava de un volcán. El calor me asfixia, me quema la cara y las manos, cuando logro salir a la luz descubro que el azar ha hecho por fin su trabajo y ya no hay cueva, ni hombres, ni cañones, sólo un amasijo de cuerpos rotos, trozos de chatarra y barro caliente. Como muertos vivientes que regresan de sus tumbas van saliendo los soldados que aún están vivos de debajo de la tierra, Dalmau se arrastra por el barro con una de sus manos destrozada. Otros se van tocando todo el cuerpo buscando las heridas que no sienten, que no duelen, Evaristo grita algo que nadie puede oír y Jan, de rodillas, intenta sacar el maletín de debajo de unos cascotes humeantes. Entonces vemos contra el sol la silueta del avión que hace un giro amplio para volver sobre sus pasos aunque los demás Messerschmitt ya se retiran.


Imagino al piloto joven, arrogante, hermoso, embriagado de la precisión de su máquina flotando sobre el horizonte naranja, casi rojo. La voz de su jefe de escuadrilla.

—Felicidades Franz, la cota está por fin despejada.

La respuesta embriagada del piloto.

—Voy a dar una última pasada para ver el trabajo y dar gusto al dedo.

—De acuerdo, nosotros ya nos vamos a casa. Vamos abriendo el vino para festejarlo.

No hay lugar para esconderse, el piloto nos va a aniquilar con sus ametralladoras, todos estamos pegados al suelo tenemos la certeza de que para el piloto somos un sencillo e inerme blanco inmóvil. No sabemos que no puede vernos, que para él somos pedazos de roca tapizando un suelo ocre iluminado en oblicuo por los últimos rayos de sol que dejan escapar las nubes.

Unos instantes antes de que el avión nos pase por encima veo a un miliciano que se levanta, quita de las manos la maleta a Jan, saca el rifle, mete dos cartuchos y apunta al aparato. Sólo espero el momento en el que suenen las ametralladoras del Messerschmitt y el soldado caiga destrozado, pero el avión pasa sin haber disparado, veo entonces salir el fogonazo del rifle y al soldado caer de espaldas.

—Hay resistencia —grita el alemán por la radio en el momento en que siente en el timón de cola la vibración que le indica que le han alcanzado.

—Déjalo para mañana Franz. Por hoy ya les dimos su ración.
Le ordena el jefe de escuadrilla.

Pero el piloto no hace caso, gira varias veces el timón a derecha e izquierda, arriba y abajo para asegurarse de que el alcance no es grave.

Nos acercamos corriendo al soldado que se ríe mirando al cielo con el labio partido sangrando copiosamente. Puedo leer sus labios lo que grita una y otra vez.

—¡Le he dado a ese cabrón nazi!

El avión de la vuelta otra vez en el horizonte. Esta vez un giro corto, un navajazo rápido sobre el sol antes de volver en picado hacia nosotros. Ahora sí vemos los fogonazos blancos de sus ametralladoras, las salpicaduras de tierra que se acercan y Jan en pie con el Holland&Holland encarado. Recuerda que su amigo el barón nunca había querido reparar el muelle del segundo tiro, que el cartucho de la recámara es tan inútil como un cigarrillo húmedo, «iam mens praetrepidans avet vagari, iam laeti studio pedes vigestcunt. Ya mi corazón, impaciente, ansía viajar, ya mis piernas, alborozadas, recobran sus fuerzas»recuerda al viejo barón, el gran cazador del que ha aprendido los secretos de los bosques, cómo seguir el rastro de los búfalos por los herbazales, dónde apuntar cuando carga el león y no hay más lugar para trepar que el propio miedo. El miedo es la más fabulosa de las armas con las que cuenta el cazador, susurra Von Beumelburg al oído asombrado de un adolescente que bebe por primera vez licor de ciruelas. En ese segundo antes de apretar el segundo gatillo Jan se fía de su miedo, se apoya en él para apuntar el rifle, sabe que ningún cazador regalaría jamás un arma rota. La ráfaga está a punto de llegar. Imagino la mueca rabiosa del piloto alemán atenazando el timón con el botón del disparo presionado con fuerza y Jan pensando por un instante «hay que apuntar al piloto» pero en otro instante rectifica y piensa no, «al motor». Esta vez escucho levemente el estruendo del express haciendo eco en el valle a pesar de mis oídos reventados. La desaparición instantánea de la hilera de balas que se aproximaba, el brusco cambio de rumbo del avión, el chorro de humo negro y espeso que sale del costado del aparato mientras se aleja y va perdiendo altura en una lenta parábola hasta chocar contra el suelo y explotar en una llamarada parecida al color del sol.

Jan abre la báscula. Saltan las dos vainas metálicas humeantes. Se agacha a recoger una de ellas, le tiemblan las manos mientras mira de cerca la nítida marca que ha dejado la aguja en el pistón. Ni una mueca, ni un gesto. Sopla el cañón del express y murmura algo en checo que no logro escuchar.

Todos gritan, le abrazan, él alza el rifle y da un grito largo y fuerte que retumba en los valles ya en penumbra. No grita el soldado valiente sino el cazador.


—Jan nos salvó el pellejo —me cuenta Evaristo mientras va ordenando los papeles que me ha traído— aunque te parezca increíble abatió un Messerschmitt con un rifle de caza ante nuestros ojos el día antes de la retirada del Ebro. Él siempre recordó aquel instante como el mejor tiro de su vida. La caña, ahí la tienes, él me la regaló antes de irse. Nunca la he usado pero siempre me ha dado suerte. Es tuya.



...Y el hijo pescador se queda en silencio, imaginando aquel instante de una guerra remota.

PUREZA

$
0
0

(Pintura de S. Laurent)


Días de campo con mi hijo el pescador. De subir hasta el nacimiento de nuestros ríos donde se puede beber del agua helada que se va filtrando por las rocas.

Bebemos de esa agua purísima y sentimos su “no sabor” como el sabor verdadero de la vida. Tocamos su transparencia helada y sentimos que acariciamos, o nos acaricia, el alma de la montaña, de la nieve, del invierno.

Va creciendo el hijo cada día, casi no le sirven las botas de un mes para otro. Está en ese momento de la vida en el que se va el niño y se asoma el hombre algunas veces, sin creerse aún que el tiempo nos transforma. Yo le digo que no pierda al niño, ni las ganas de juego, ni su sonrisa sin causa por cualquier cosa, ni sus ganas de broma y ligereza. Él no entiende estos consejos, claro, pero yo se los digo con sinceridad, sin ninguna trascendencia, para que algún día se acuerde y descubra esa simple verdad que le hará feliz muchas veces.

Le digo también que este agua que bebemos es la sangre de las hadas del río, las ondinas, protectoras de las nutrias y las truchas, de los juncos y los tritones, de los sauces y del hielo de hoy.

Uno no cree en nada, sólo en los ríos y las ondinas, los hijos que van creciendo y este placer de esperar a que llegue de nuevo la primavera con sus días de pesca y libertad. 
Uno no cree en nada, sólo en este agua de montaña que no me canso de beber y en las fuerzas con las que subo más alto siguiendo las huellas invisibles que mi hijo el pescador deja en las piedras y en mis palabras.




EXTINCIÓN

$
0
0


Le cuento a mi hijo el pescador que hace mucho, mucho tiempo, en 1989, en el CERN,  Tim Berners-Lee unió Internet y el Hipertexto (HTTP y HTML) de lo que surgiría la World Wide Web. Este tipo, en 1990, diseñó y construyó el primer servidor Web al que llamó HTTPD. No se hizo rico, no lo patentó, se construyó y diseñó desde  el principio para todos. Tim es un tipo admirable.

Le hablo también de Marcel Mauss (1872 – 1950)Antropólogo francés que estudió “la lógica del don”. Decía que “Hay sociedades (primitivas) en las que por mucho que demos siempre recibimos más”. Esta idea rompe hoy, en las sociedades “avanzadas”, la lógica del intercambio desigual marxistay la lógica del mercado capitalista.Sirve para explicar porqué crece Internet, porquétiene éxito Firefox, Wikipedia… y la W.W.W.

Hasta hace nada en la red éramos consumidores de información (web 1.0), luego nos convertimos en emisores y creadores de contenidos (web 2.0) y ahora intercambiamos y nos comunicamos en las redes sociales (web 3.0).  

Hay marcas, empresas, economistas y personas que no entienden esta “lógica del don”. Creen que Internet es otra forma nueva para ganar pasta si eres listo. Pero están equivocados. En Internet tienes que “dar” y cuanto más das más recibes y por mucho que des siempre recibirás mucho más. Algunas revistas de pesca en España, o sus gestores, no entendieron este nuevo paradigma, no supieron ocupar su nuevo lugar en este nuevo mundo y han cerrado, se quedaron anticuadas, se extinguieron. Otras en cambio han sabido sobrevivir y mantener su rentabilidad siendo además generosas.

En la historia del mundo nunca los pescadores hemos podido intercambiar tanta información, experiencias, conocimientos o sueños de forma tan fácil, rápida e intensa.  Hay antiguas y nuevas revistas de pesca que si han entendido esta “lógica del don” que un anticuado antropólogo francés supo explicar tan bien. Y me alegro que el mundo haya sabios visionarios generosos como Tim Berners-Lee.

Yo siento y constato cada día que por mucho que de o que aporte como pescador, aquí en la web, recibo mil veces más.

Pero todo esto al hijo pescador le parece muy obvio...


Viewing all 457 articles
Browse latest View live