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Channel: MI HIJO EL PESCADOR
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FIEBRE

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Una gripe imprevista le llena de fiebre y pesadez, le roba las fuerzas y le impide bajar a la garganta un espléndido sábado de abril. Se tiene que quedar en la casa amodorrado, drogado por potingues que no acaban de curarle, con mal humor, con el cuerpo lleno de escalofríos y la cabeza espesa.

Siente que se pierde algo importante, un día libre, largo y bueno de pesca. No le consuela pensar en otros días del futuro. Se hace un ovillo bajo el edredón, cierra los ojos, regresa sin querer a otro tiempo. Estos primeros días de calor pescaba todo el día con A. y a la hora del almuerzo paraban en “La Cueva” de Silverio a comer callos picantes y cochinillo frito con patatas regado con abundante cerveza. Luego seguían pescando hasta el atardecer, sin prisa, metidos en la selva de la orilla. Sauces, zarzas, ortigas, cicutas, helechales. Acababan rendidos y felices, con olor a trucha en las manos, buscando la senda de regreso entre cientos de cerezos en flor.

Con la boca seca por la fiebre desea el sabor de esas cervezas heladas compartidas, del cochinillo frito, del pan pringado de tomate, de las patatas crujientes y perfectas. Del olor sobre todo que tenían aquellas huertas de Garganta la Olla armadas en diminutas y primorosas terrazas, el run run de los miles de insectos, el parloteo del mirlo de agua, la furia de las truchas al morder el señuelo, la umbría rota por el sol que se filtraba entre las hojitas recién nacidas de los árboles.

Y entre la fiebre vas nombrando de nuevo las palabras de Felipe Benítez Reyes que preparaste al despedir a A. aún incrédulo de no poder repetir esos días. Imposible costumbre la de algunas ausencias.

Todo lo perderé salvo el recuerdo
de los días aquellos luminosos
en que la vida aprisionaba con firmeza
la flor caudal y humana
de una ambigua emoción inexpresable
que cada cual concibe
como felicidad.







SOÑAR

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Le ve salir de la cueva de cuando en cuando, enorme, oscuro, seguro de su poder. El resto de barbos se le hacen pequeños aunque tengan todos un buen peso y les haga la foto. El pez sale, da un vuelta sin parar por la poza y se vuelve a meter en la penumbra del agujero. Aguas abajo la corriente pasa por un embudo de roca pulida y aristas afiladas. Aguas arriba el  río forma rápidos de poca profundidad donde los peces saltan como salmones. Varias veces se paró el pez un segundo ante la ninfita de cabeza naranja y oreja de liebre, pero no muerde el engaño. El pescador clavó varios buenos barbos con el consiguiente revuelo en el agua. Lucha con ellos con fastidio, intentando acercarlos rápido a la sacadera para seguir probando enganchar al grande.

Las horas se deslizan sin orden ni límite. El tiempo es suave y delicado, no molesta con obligaciones ni demoras. El pescador se siente a resguardo en la sombra de la pequeña oquedad que hacen las grandes rocas de granito de la derecha. Cambia la ninfa por otra negra con brillos verdes. Desenvuelve el bocadillo de jamón con tomate y come con hambre, hipnotizado por las carreras de los peces, los destellos del sol, el suave frescor del día. Saborea también el mismo aplazamiento, no pescar aún, estar sentado, masticando, bebiendo, observando, con la mente en blanco, sin pensar en nada, ni siquiera en el gran barbo que sigue saliendo de la cueva a su ritmo y se burla de su señuelo.


Sabe y teme lo que va a pasar pero se deja llevar por la certeza de este fatalismo. En una de estas el enorme barbo morderá la ninfa y correrá a esconderse a su cueva o emprenderá la huida corriente abajo y las aristas afiladas harán el resto. Él sólo tensará unos segundos la caña, por unos instantes sentirá su fuerza y su poderosa vida en el sedal y después nada.

Teme y sabe que llegará ese momento, igual que tiene la certeza de que este día es irrepetible y que se acordará de él durante muchos años. En la pequeña cueva en la que descansa hay pinturas antiguas, siluetas de manos, líneas abstractas cuyo sentido hace muchos siglos que borró el agua. Piensa que los peces son aún más viejos. Ellos llevan aún más tiempo remontando el río llevados por su celo, su instinto, sus sueños.

Allí, todos los años que ha bajado, siente que la vida tiene un íntimo sentido, un sentido muy sencillo pero muy claro. Por eso le gusta pescar allí, sin nadie, probando una y otra vez a engañar a un pez que se le escapará sin remedio. Pero qué importa. Se siente feliz tocando con la imaginación los siglos, inventando cómo era el mundo cuando por ese riachuelo remontaban grandes anguilas y grandes truchas, mucho antes de que los hombres como él hubieran descubierto que con las palabras podía hacerse una magia extraña. El pescador viaja luego con la dichosa imaginación unos cuantos siglos hacia delante o unos cuantos milenios. Él ya no está, y qué importa. Lanza la ninfa negra delante del paseo del gran pez.

Nada le pesa allí. Todo tiene un sentido íntimo y transparente que late en todas partes. El agua fresca de la cantimplora tiene un sabor muy rico, también su sonrisa, el viento rizando el agua, emborronando la danza de los barbos. No tiene edad allí. Antes de seguir pescando dibuja en el fondo de la oquedad, con un trozo viejo de carbón manchado con la grasa del jamón, la silueta infantil de un pez y siente que aún no existen las palabras, ni los venenos, ni el cemento. Imagina también como será la cueva oscura en la que se refugia el gran pez, cómo será su tacto. Esa noche el pescador soñará que contempla lo que ahora mismo ve, miles de barbos subiendo ese río, escribiendo en el agua, en el mágico idioma de los peces, porque tiene sentido vivir. 
El gran pez oscuro, enorme, nada también en sus sueños.


FRÍO

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Apenas siete grados. Ha sido una mañana muy fría a pesar de estar casi comenzando mayo pero el río esta lleno de agua y de barbos y el frío se olvida. No hay nadie. Sólo estamos metidos en el agua mi hijo el pescador y yo. Me doy cuenta de pronto de que llevo toda mi vida dejando descansar a las truchas por unos días y bajando aquí para ver el milagro. Tanto si pican a la ninfa como si ya no la hacen caso, cegados por el celo, presenciar la subida es un privilegio. La naturaleza se resiste de darse por vencida aunque los humanos, una y otra vez, arañamos y herimos de muerte a la piel de la tierra. Ya no suben las anguilas ni los sábalos ni los salmones pero los barbos siguen remontando los ríos por amor y manteniendo el milagro de una abundancia que siempre es frágil como precario y frágil es este pequeño riachuelo que sigue fluyendo limpio no sé por cuantos años.

Entra alguno a la ninfa y alguno se deja coger incluso con las manos. Atrapar así a un pez tan fuerte es una sensación que no se olvida cuando tienes trece años. Tampoco se olvida la furia con la que se aleja cuando vuelve a sus aguas de nuevo libre. El hijo pescador anda estudiando eso en el colegio, los tiempos remotos de los pescadores a mano y las armas de silex, así que lograr, después de muchos intentos y chapoteos, coger uno sólo con sus manos y su instinto le llena de asombro y orgullo. Comprueba que es verdad lo que dicen los libros, esos tiempos antiguos de pescadores nómadas y de cazadores neolíticos.

Con la ninfa en los labios los peces se revuelven y es difícil tocarlos. Llevo anzuelo sin muerte y casi todos se sueltan en medio de un lucha furiosa pero nos da lo mismo. Caminamos sobre el agua, tocamos la piel de la tierra intentando no dejar huella alguna. Cuando nos alejamos por la tarde, camino de la ciudad, caen por el camino algunos copos de nieve. Escuchamos la radio, alguien pone voz a mis palabras y el hijo pescador también se llena de asombro y orgullo.

“La piel de la tierra es azul como el lomo centelleante de las sardinas. La piel de la tierra es dorada como el pan que saboreo con los ojos cerrados. La piel de la tierra es verde como un simple ensalada de berros con parmesano. La piel de la tierra es roja como un tomate maduro, un lomo de atún, un solomillo crudo de buey, una centolla cocida. La piel de la tierra es el mar, el desierto, la estepa, los bosques y selvas, los seres que la habitan. Nosotros. Nos alimentamos de la piel de la tierra y en esa piel vivimos y a esa piel herimos llenando de cicatrices el paisaje.

Hoy para mi la piel de la tierra es tu piel fresquita. Acaricio tu piel y acaricio el mar, el bosque, la pulpa de la vida, el zumo reconfortante de tu cuerpo. Nos alimentamos de sueños, de comida, de cariño, de agua dulce.

Sobre una gran y gruesa tostada de pan dorado, aceite de Córdoba, tomate rallado maduro, berros picados, lajas de parmesano y cinco anchoas en su punto. Para mojar el mundo dos copas muy frías de un Palo Cortado que tenía reservado para nadie. Igual que besar un poco de la piel de la tierra.”   (Comer y cantar. RNE 1)

Al hijo pescador le ha gustado escuchar mi receta y mi nombre por la radio. Le cuento que no es una metáfora eso de “la piel de la tierra” Debajo de esa piel no hay nada, escoria estéril. Sin esta piel fértil y sin el agua limpia que la cubre no existiría casi nada de lo que amamos, por ejemplo ese raro milagro de contemplar como suben miles de grandes peces río arriba.

Siento que mi hijo el pescador ha sido feliz esta mañana tan fría. Y yo con él. 


ANDANTE

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De nuevo andando por el agua. Días de “pesca intensiva”. Primer día por la mañana temprano al río I. tras los barbos y por la tarde a hacer volar la seca tras las truchitas de la bellísima garganta libre de M. El segundo día, madrugón tras los truchones de la garganta J. y por la tarde a engatusar capones entre la selva sumergida del crecidísimo embalse de V. El tercer día de nuevo al alba tras los barbos del río T. y por la tarde subida por la umbría garganta de P.  con poca fortuna. En especial el paseito de bajada de una hora por un camino jabalinero y luego de subida por la difícil garganta J. puede considerarse “pesca extrema”. Ese último repecho cualquier día acabará conmigo. No es mal fin.


Volvemos maltrechos, reventados, hambrientos, felices, aunque no hayan sido todos los días afortunados. Acabamos cada noche en la bañera con el agua bien caliente, su espuma, su kilo de sal marina, su buen puñado de lavanda seca y una cerveza helada para ir bebiendo con los ojos cerrados allí metido, en la gloria.
Ese cansancio es adictivo y flotar en la bañera uno de los placeres más intensos y asequibles que conozco. Mi hijo el pescador se baña con un comic, yo con un libro. Más de uno se ha ahogado por culpa de un excesivo cansancio o relax del pescador.

Mientras entrecierro los ojos, metido en la bañera pienso que tal vez no sean las escasas truchas las que me empujan a bajar muchos días por la garganta J. sino la belleza del paraje, de su bosque de galería, de sus pozas. Tal vez no pesquemos solamente truchas, tal vez bajemos hasta allí para pescar ese horizonte, ese paisaje, ese campo bellísimo que consideramos nuestro. Pero no es nuestro sino todo lo contrario, somos nosotros los que pertenecemos al río, de sus aguas bebo y con ellas lleno, derrochón, mi bañera, en ellas nado en verano y me tumbo a la sombra de los sauces a echar una siesta en una hamaca mientras por todas partes zumban los bichos y la vida.

Me siento de nuevo “en forma” y agradezco a mi cuerpo que no me falle, que tenga las mismas fuerzas que mi deseo, que mantenga el equilibrio saltimbanquis por los canchos pulidos de las gargantas, que no me canse pescar, ya sean barbos, truchas, carpas o paisajes. Nunca sedentario, siempre andante.



MINORÍA

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Ava y Gregory pescando

El sociólogo que hay dentro del pescador se pregunta por el “cuantos”, el “tipo”, el “porqué”. No hay estudios globales ni datos transversales. En el año 1950 en España se expidieron en torno a 27.000 licencias, en el año 2000 la cifra era de 800.000. ¿Hoy cuántos somos? ¿Cuántos son pescadores deportivos de costa? ¿Y cuántos somos mosqueros andantes?. ¿100.000?,  ¿200.000?.

En todo caso una pequeña minoría, de ahí la doble o triple rareza de  ser “pescador”, “mosquero” y “sin muerte”.

Al sociólogo le gustaría tener buenos datos por tipología, edad, frecuencia de salidas de pesca, opinión sobre esto y aquello… Hay algún estudio de mercado que hice en su tiempo, pero de muestra muy limitada y de limitadas conclusiones. Está el dato de tirada y difusión de las revistas pero es difícil sacar de allí hipótesis ya que muchos pescadores no leen demasiado e Internet compite cada vez más con el papel en este mundo.

Por lo tanto es sólo el oficio, la intuición y no los datos el que me indica que poco a poco somos más los “mosqueros andantes conservacionistas”. Somos más pero seguimos siendo los “raros”, los pocos.

Frente a las confederaciones hidrográficas, las eléctricas, los regantes, las grandes o medianas industrias que utilizando el agua luego no la depuran o lo hacen de forma muy deficiente, los políticos con responsabilidad en las aguas continentales… apenas somos nadie: sólo 100.000 ciudadanos más o menos.

Pero también pienso y le cuento a mi hijo el pescador eso que los sociólogos llamamos las “minorías activas”. Son las minorías activas las que empujan, las que van delante, las que hacen que cambien las cosas y, sobre todo, que cambie la forma de pensar del resto de ciudadanos. Los grandes logros sociales que han traído el progreso al mundo fueron empujados, al principio, por poca gente. Pienso en las luchas obreras del siglo XIX, la abolición de la esclavitud, del trabajo infantil, el derecho al voto de la mujer, el uso del DDT, la caza de ballenas, la basura radioactiva… Le hablo de Clara Campoamor, de Rachel Carson, de Fernando Pereira…

… Le sigo contando otros ejemplos distintos  y se sorprende de que lo que a él le parecía tan natural hubiese costado tanto…

…Ojalá un día alguien cuente que los ríos se salvaron por cuatro mosqueros andantes…


ANACONDO

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No fallaron las truchitas glotonas de la garganta J.
Toqué un buen puñado de ellas, rabiosas, francas, peleonas. Aunque ninguna sobrepasa los veinte centímetros y muerden muchas minúsculas a las que apenas les cabe la ninfa en la boca. Sus colores son bellísimos. Parece increíble que soporten como si nada las enormes crecidas de este año, pero supongo que llevan en sus pintas muchos miles de años de adaptación al medio.

Luego pude caminar un rato por una cola del embalse de V.
Colocaba con mucha suavidad la ninfa a medio metro del hocico del barbazo y el pez chupaba franco el engaño, pero no toqué ninguno. Los dejaba correr, apenas paraba la caña, pero uno tras otro rompían el sedal y no por su finura sino porque se rozaban con las piedras del fondo. Usaba un veinte, los últimos diez centímetros de hilo salían como si los hubieran desgastado con una lija, pelados. Conozco bien los fondos, son pequeños cantos rodados, pedregales de cuarzo, algunas piedras están fracturadas y cortan bien, pero el hilo no estaba cortado sino rozado, desgastado. Al último le dejé el seguro flojo e hizo lo mismo, me sacó media línea y luego adiós. Eran peces grandes y sabios. Otras veces, cuando he sacado aquí alguno, he visto sus rozaduras en los opérculos. Supongo que llevan en sus escamas unos cuantos años de adaptación al medio y a nosotros.

Se levantó de mis pies un bando de patitos apenas salidos del cascaron y la madre aleteando y fingiendo. También se arrancó un bonito macho de perdiz y un culebrón medio anacondo de lo grande que era. Eché de menos a mi hijo el pescador. Sentí la soledad extraña. Sé que le hubiera gustado vivir esos instantes, sentir como el sol templaba el día, coger una de las miles de efímeras que volaban, ver los patos, soltar una de estas truchitas y andar después por la hierba tan alta, haciendo camino.

Luego, ya de vuelta, sentí que no volvía. Algo importante dejo allí, cerca del agua, el modo en el que se acelera el corazón a la velocidad de la carrera del barbo o una forma de plenitud y libertad que sólo allí puede sentirse, cuando toco las pintas rojas de las truchas.



HAWKING

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Ya florece el tomillo y brota el poleo perfumando la brisa del amanecer. Los helechos y las cicutas están enormes. Todo huele a vida de verdad, de la que nadie empuja, ni compra, ni controla.

Domingo de frío, lluvia, sol, nieve en Gredos. Siento que esta primavera es un regalo. Me metí en una orilla con yerbajos muy espesos de dos metros de altura. Me topé con la cama de los jabalíes y escuché cerca sus barruntos así que reculé y seguí por el agua. Hay que saber a veces recular, desandar, volver sobre nuestros pasos y tomar otro camino. En la vida. En el río.

Apenas pesqué dos horas el domingo pero en ese tiempo se deshizo el Tiempo. Si alguien me hubiera dicho que había estado pescando seis u ocho horas le habría creído. Esas dos horas se estiraron por el espacio-tiempo del Universo, como dice Stephen Hawking, y tal vez ocuparon muchos días de mi burocrático y formal calendario del 2013.

La trucha luchó con ganas, aprovechando la profundidad y la corriente de la poza. Los diez o veinte segundos se estiraron también ocupando mucho espacio de mi tiempo. Hubiera jurado que la brisa, el sol, las perezosas efímeras, la corriente del río estaban todos parados aguardando el final de la pelea. Hubiera jurado que pasaron muchas horas hasta que toqué por fin la piel del pez. Uno entiende la teoría de la relatividad, el Big Bang, los agujeros negros, el horizonte de sucesos, los conos de luz y la teoría de supercuerdas cuando una trucha detiene el tiempo o lo estira o lo llena completamente haciendo desaparecer todo lo demás. Tendría que escribir a Hawking para contárselo.

VIEJA

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Mira su colección de moscas despeluchadas, mordisqueadas, asimétricas, descoloridas, con los pelos y las pumas ya muy doblados y se asombra que sigan siendo las más pescadoras de sus cajas de esta temporada.

Se empeña en hacerlas perfectas, adecuadas al imaginario estético de una cultura donde simetría, armonía y orden han construido desde hace siglos el canon de belleza del mundo. Pero las truchas prefieren las otras, las feas.

Ata de nuevo el trico pequeño, un anzuelito del dieciséis que conserva el dubbing verdoso pero que tiene los pelos de corzo machacados y el cuello de pelusa de oreja de liebre repelado. Luego la ninfita negra con el barniz opacado y ya sin la cola. Su criterio estético se resiste pero el empirismo es tozudo porque ambos señuelos han pescado mucho y siguen pescando hoy.

Piensa el pescador que, al fin y al cabo, a él también le gustan mucho más las camisas viejas y los pantalones muy gastados, que se siente mucho más cómodo con los objetos a los que el tiempo y el uso han hecho más suyos. Quiere imaginar también que las moscas necesitan un rodaje de río para que funcionen mejor, como si fueran sofisticadas máquinas llenas de engranajes y piezas que deben ajustarse.

Atardece y cambia la mosca por otra flamante, con moñicle blanco para verla mejor con poca luz. Las truchas siguen entrando como antes pero con la nueva no clava ni una. Suben, muerden, rechazan. El pescador no vuelve a la vieja, no quiere atar de nuevo la fea, hoy aún más fea y más pelada después del duro tute de la tarde. La guarda con usura para mañana y esa última media hora de pesca se contenta con ver la subidas locas, los saltos de las truchas y cómo no se prende ni una en esa parachute preciosa.

Lleva ocho horas pescando y se siente agotado. Camina de vuelta al coche apartando retamas frondosas, agachado para seguir el pasillo por la senda medio perdida. Agotado y feliz. Luego, tal vez mañana, perderá el trico en la traicionera rama del sauce que protege su poza preferida por andar con lances floridos en lugar de tirar a ballesta el señuelo en el rincón dichoso donde siempre se esconde la trucha.

Él también se siente a veces como una mosca vieja y despeluchada, algo roto y rozado por el tiempo, poco elegante ya, pero aún efectivo, muy pescador.



VI MASTER "LA VERA" 2013

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Se mete uno en las gargantas con ganas de pescar mucho y bien, con la sensación feliz de poder estar muchas horas en el agua y acabar agotado y en paz con el mundo. Han ganado los mejores y hemos ganado todos porque pescar en las gargantas de la Vera ya es ganar mucho de lo más importante: amigos, secretos de pesca, reencuentros, tiempo en libertad, risas, truchas con los colores de los sueños de los pescadores.

La gente que lo hace ha trabajado mucho por nada, mucho y bien, y uno agradece en silencio tanto derroche para hacernos felices tantas horas, para que todo fluya fácil como el agua, aunque uno sabe de las dificultades, complicaciones, los muchos trabajos y desvelos que trae este master para que discurra así, transparente y alegre como el torrente, refrescándonos a todos los días y calentando nuestro corazón de mosqueros andantes.

Han ganado los mejores: Ángel Luis y Juan Antonio, Jorge y Manuel, José Manuel y Enrique, Víctor y José Antonio, Isidro y Jairo (y las casi 2.000 truchas autóctonas y salvajes que siguen vivas). Aunque tal vez los demás hayamos ganado igual, incluso más, tres días de pesca intensa y salvaje en dos gargantas bellísimas, esculpidas por los siglos y los glaciares, las riadas y el sol, el granito y la lluvia, abrigadas por el paredón de Gredos y la sombra de los bosques de robles y los helechales verdísimos.

He disfrutado despacio pero de forma intensa cada poza y cada rasera, cada lance y cada trucha tocada, he disfrutado de nuevo del baile de saltar de cancho en cancho río arriba y de la compañía de todos. Este paso de baile es difícil, más de uno se cae y prueba la dureza pulida de las piedras, pero cuando se aprende el paso, bailar aquí es de lo más divertido, mucho más que en los ríos de orillas mansas y civilizadas.

Es fácil a veces tocar un poco de felicidad, basta compartir el tiempo en un torrente de montaña, pescar en estos pequeños paraísos de agua, tan reales y cercanos. Recuerda uno las palabras del amigo Ota Pavel en su libro “cómo llegué a conocer a los peces”:

"La pesca es, antes que nada, libertad. Caminar kilómetros y kilómetros en busca de truchas, beber agua de las fuentes, estar a solas y libre al menos durante una hora, unos días, o hasta semanas y meses. Liberado de la televisión, de los periódicos, de la radio y la civilización." (...) “Si quieres ser feliz una hora, emborráchate; si quieres ser feliz tres días, cásate; pero si quieres ser feliz toda la vida, hazte pescador".



SONORA

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Fotografía de José Luis Barriga Rubio

No se explica como han llegado hasta aquí las truchas, cómo lograron superar sucesivas cascadas con caídas de más de cinco metros. A veces, para pescar la siguiente poza, hay que hacer escalada. Además del vadeador habría que llevar cuerda y casco.  No hay lugar más salvaje.

Aprender a estar solo. Saber estar solo. Asumir que vivimos, a pesar de nuestro gregarismo sapiens, en medio de una soledad real, cósmica, existencial, mítica. No hay otro paisaje en los instantes decisivos. Es la verdad incómoda que nos asalta en el duermevela, tras una jornada difícil o caminando por la calle el día en el que perdimos algo o alguien de verdad importante.

Pero la soledad también es un placer, un deseo, un paisaje acogedor y dulce. El pescador va pensando en todo esto tan juanramoniano mientras baja por la senda hacia la primera olla, un día templado y muy luminoso de primavera. Ha venido aquí a eso, a estar solo de nuevo. Nada limpia mejor las rozaduras que la corriente helada de este riachuelo, las invisibles y las visibles, los roces de la aventura de vivir en el cuerpo, la memoria o el alma.

Se ha sentado en el tocón enorme que arrastró la riada hasta incrustarse en el embudo de roca y anuda con atención la mosca. Bebe luego agachado de este agua purísima y lanza donde la corriente ha perdido la espuma, donde los deshielos de diez mil años han horadado esa olla tan profunda.



Tal vez porque creció en una familia numerosa o porque vive en la ciudad más poblada o porque le gusta mucho estar acompañado por las personas que quiere, no le pesó nunca la soledad. Con la fama que tiene de huraño, arisco, tímido, silencioso… no debía además presumir de todo esto, del regusto por la “soledad sonora” tan de Juan Ramón Jiménez o de Juan de Yepes, que suena hoy, que no podemos dejar de estar conectados al email, el guasap, el face o el twiter, como un exceso y una pose de ermitaño pescador misántropo. Pero el sitio, el corte pulido del torrente en el gneís y el granito de esta garganta abarrancada en la que no dan permisos a pescadores solos, se presta precisamente a esa imagen ermitaña y novelesca.

Sin embargo su hijo está un poco más arriba. Él es parlanchín, simpático, gregario, conciliador aunque también ande metido ahora en otro agujero de agua, absorto en lanzar con pericia el señuelo en todas las posturas, descubriendo también este extraño placer de saborear por un rato la soledad y el silencio del difícil paraje.

A lo mejor las truchas subieron volando y luego perdieron las alas, o son truchas barranquistas muy locas que subieron con cuerdas y botas por las cascadas de hielo hace ya muchos siglos. O tal vez son truchas marcianas, llegaron en su platillo-acuario volante, les gustó este sitio tan bonito y se quedaron. Son las ideas bromistas del hijo pescador que juega ahora a gritar y escuchar como su voz hace eco de cueva y se mezcla con la soledad sonora de la última cascada tras la poza turquesa.

Fotografía de José Luis Barriga Rubio


GOULD

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Trucha Verata

La piel de las truchas la pintó la evolución. Me gusta Stephen Jay Gould y su teoría del equilibrio puntuado que explica cómo la evolución mantiene largos periodos de estabilidad interrumpidos por momentos cortos y poco frecuentes de bifurcación evolutiva. Así que en algún momento de la historia de la vida en el agua la piel de las truchas se llenó de manchas, sombras y pintas.

Su piel es delicada, con escamas pequeñas y, como muchos peces, sus colores de ensueño palidecen o desaparecen si ellas mueren. Sé que sería mejor ni tocarlas, pero me gusta cogerlas con la mano, meterlas en el agua y sentir en los dedos el rabotazo de huida a su refugio.

Sus dibujos, pintados tan despacio por el tiempo, nos describen maravillosos paisajes fractales, raras simetrías, bellísimas combinaciones de color en su piel viva. Como si fueran joyas barrocas que inventó un artesano antiguo, diminutos lienzos coloreados por Monet con los óleos de la genética, el azar y la adaptación al medio, estiletes damasquinados forjados en el crisol de la vida con los metales más brillantes de la tierra. Pececillos de frágil acero que cortan el agua y reflejan el sol.

Trucha Lapona

LEONESA

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El pescador se sienta a descansar, secarse al sol, comer el bocadillo. No le ha costado quitarse el poco equipaje que ha traído al río. Ha bajado ya sin vadeador, ni chaleco. Le gusta mucho pescar en estos días de primavera avanzada, con el agua casi templada, en su garganta preferida. Disfruta del minimalismo de llevar sólo la caña y una cajita con diez secas, diez ninfas y cinco ahogadas. El sombrero, la sacadera, un minibocadillo de panceta envuelto en papel encerado que le cabe en el bolsillo de la camisa.

Lleva ya muchas horas pescando, tal vez el día entero, porque llegó al río a las diez de la mañana y ahora serán las seis de la tarde. Recupera el calor pegándose a la piedra como los lagartos de cabeza azul que viven allí junto al agua. Nada le pesa. Ha nadado, perezoso, en una poza grande y se ha sumergido con los ojos abiertos hasta el fondo para sentir las capas más frías y los colores impresionistas de los reflejos del sol en las rocas ocres del fondo.

Prendió esas ahogadas en la espuma de la caja de hoy por azar. Las vio abandonadas en uno de los cajones en los que guarda algunos señuelos de poco uso. Tan raras, tan antiguas, tan simples. Las probó el otro día, más o menos a esta hora de la tarde, más por enredar o jugar que por interés en pescar con ellas y fue enganchando truchas en casi todas las posturas. Primero junto a una ninfa, luego ya dos moscos solos, uno paja y otro marrón tras una seda del tres. Como apenas se hundían, podía ver las vertiginosas cebadas de las truchas entre dos aguas. Hoy hará lo mismo. Es la hora de los mosquitos ahogados, hasta las ocho que cambiará a la seca y anudará sus despeluchados y pequeños tricos de pelo de corzo.

Recuerda entonces de el dónde y el quién y el cuando. Hace veinte años visitaba León por trabajo y un amigo, el único que pescaba con una cuerda de moscas, le había encargado hilos de seda en una mercería de novelón de Galdós y también la compra misteriosa de unas plumas de gallo que vendían en una tienda de caza y pesca de esas de mostrador de madera, bichos disecados y armero con escopetas paralelas no demasiado relucientes. Ya en la tienda, le gustó una vieja caña de tres tramos de bambú del país, de segunda mano, y la compró aunque el precio le parecía excesivo. La joven dependienta, al protestar él por tener que dejar allí unas cuatro mil pesetas, le regaló una bonita caja de madera, tapizada por dentro con una lámina de rústico corcho en la que había prendidas diez moscas ahogadas fabricadas con pluma de gallo de León. Las he hecho yo, me enseñó mi padre, las vendemos muy bien en la tienda, son muy pescadoras.

El azar hizo que luego se encontrase con ella, por amigos comunes, en una tasca del barrio húmedo la última noche antes de volver. Le gustaron sus ojos azules, tan raros en su sur, su acento tan medido y castellano, su gusto por Galdós, Benedetti, Ángel González y sobre todo, tan difícil, le gustó que supiera de truchas y de pesca. Aquella noche, con amigos delante, se despidieron con una hasta otra y un casto beso en las mejillas. Ahora sabe, tras el tiempo vivido, que si hubieran tenido más días por delante, habría habido complicidad y risas más cercanas, quien sabe si amor, quién sabe si ríos y noches compartidas. Eso fabula hoy el pescador mientras ata sus moscas de León, las que hizo ella hace tanto, aquella veinteañera regordeta y simpática, pescadora y lectora de novelones viejos y poetas de exilio. Y no quiere perder ninguna. Cuando alguna vez engancha en un árbol, las recupera con habilidad y cuidado, son su pequeño tesoro descubierto.

Tras el baño, se viste y sigue pescando. Las ahogadas son mágicas a esta hora, no hay postura que no mueva truchas. Se le queda sonrisa de tonto ante el descubrimiento de pescar tanto con moscas tan simples, tan antiguas, tan raras. O tal vez la sonrisa se la pinte el recuerdo de aquella noche lejana, de unos ojos azules y una voz que con pasión le nombró de memoria un verso de González “No fue un sueño, lo ví. La nieve ardía”.

Son las siete, ya es hora de seca, se dice. No ha perdido ninguna y guarda sus preciosos señuelos mojados en la caja. Las ahogadas leonesas pescan muy bien con sedal pesado, el pescador sabe que es un hecho objetivo que nada tiene de mítico o de mágico, pero quiere pensar que hoy, y el otro día, ha pescado tanto porque esos mosquitos los adobó ella con sus manos. A él le gusta eso, fabular, escribir, enredar con las palabras la memoria. Luego, por la senda de vuelta, oscureciendo, medio perdido entre helechos y zarzas, muy cansado, no quiere preguntarse que habrá sido de ella, al contrario, vuelve de memoria a la tasca aquella, a su voz, a su cuerpo de entonces que le pareció gracioso y deseable. Imagina que pasó poco tiempo y él volvió a la pequeña ciudad, a su tienda. Escribe que se acerca al mostrador y dice: quiero más moscas, de esas que haces tú

Y todo fluye.

TRAVER

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Tras haber leído al gran John D. Voelker me queda la música de sus palabras. Me gusta la falta de prudencia y la libertad con la que expresa su pasión por la pesca este yanqui, la forma elegante y barroca que tiene de explicar su amor por los ríos y los peces. Los españoles, muchas veces fanfarrones a la hora de vocear los muchos y grandes peces que hemos tocado, somos más “vergonzosos” a la hora de explicar porqué pescamos, tenemos un estúpido sentido del ridículo del que aún no nos hemos liberado.

Me queda la música del gran Voelker, más conocido por su seudónimo de Robert Traver y, ahora que nadie escucha, me atrevo a seguir con su canción y mi propia letra mientras camino por la calle de la ciudad, porque en un rato no estaré en ella sino lejos, pescando:
Pesco porque en el río dejo de tener nombre, edad, problemas y palabras sobre el porvenir.
Pesco porque en los ríos encuentro la soledad querida tan alejada de la soledad odiada y de las obligatorias compañías de la vida ordinaria y cotidiana.
Pesco porque metido en el agua me siento feliz sin necesitar más objetos, ni lujos, ni deseos, sólo tiempo por delante que ningún reloj tasa, un tiempo sólo mío y una libertad que se acerca mucho a la soñada.
Pesco porque en los lugares donde viven los peces corre la brisa, fría o templada, huele a bosque y el sol centellea como si acabase de nacer la vida.
Pesco porque los peces saben explicarte muy bien cuales son los secretos de la vida, su sentido, su clave, su misterio, sin retórica, ni trampas, ni discursos; basta ver la ganas que tienen de nadar de nuevo cuando los sueltas.
Pesco porque nada es mentira en el río, cada suceso tiene su sentido y hasta el azar parece que se mueve por las leyes invisibles de la naturaleza; leyes que también nos tocan a nosotros, aunque nos creamos superioress y distintos.
Pesco porque en el río he encontrando y aprendido todas las virtudes laicas que nos hacen mejores personas: ética, humildad, tesón, paciencia, quietud, alegría, preguntas, sueños…  y porque en medio de la corriente he sentido lo pequeño y vulnerables que somos, no menos que un alevín de trucha o una libélula que acaba de salir del agua.
Y ahora pesco porque es la única forma que tengo de enseñar a mi hijo el pescador cuales son las tareas que tiene este oficio de padre, donde están mis límites e ignorancias y cuales son mis destrezas y escasos saberes.
Pintura de Jason Bordash

BARRUNTO

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Comenzamos a pescar y nos olvidamos de todo lo demás. O no. Hay veces que, a pesar de poner toda nuestra atención en dónde lanzar la mosca y dónde poner el pie, el cerebro sigue enredado en otros problemas y otras preocupaciones. Imposible desconectar aunque una y otra vez, en apariencia, nos hemos olvidado del mundo y estamos centrados sólo en lo que pasa en el torrente.

Incluso no nos damos cuenta, al principio, de estar distraídos. Estamos allí, después de un largo viaje, para tocar unas truchas y disfrutar de una buena tarde por delante pescando a nuestro gusto. Además el día está medio nublado, hay varios tipos de insectos cayendo al agua, los peces están puestos, el nivel de agua es el ideal y no hay más pescadores que nosotros en el tramo. Y sin embargo una y otra vez fallamos la tomada, clavamos a destiempo, tropezamos en la piedra más fácil, nos sentimos nerviosos al ver que nuestro compañero de pesca saca una trucha tras de otra sin aparente esfuerzo y nosotros apenas unas pocas. Cambiamos de color de mosca, de tamaño, de tipo, de forma de rastrear los charcos y la cosa sigue desigual.

Entonces nos damos cuenta, estamos pescando, si, pero una parte de nuestro cerebro, quizá unas pocas neuronas, siguen liadas, preocupadas, metidas en otra cosa que no es el río. Nos sentimos entonces irritados, irascibles, nerviosos. Hemos deseado mucho estar pescando allí y ahora que está todo a favor lo hacemos mal, descentrados, sin entrega, sin poder olvidar los problemas de la vida, no demasiado graves, pero si lo bastante como para no dejar de pensar en ellos por unas horas.

Y al día siguiente es casi todo lo contrario. Uno se siente centrado, limpio, entregado, metido en la pesca, atento a todo, sensible al equilibro, las distancias, las palabras que trae el agua y que susurran donde estará la trucha, cuándo subirá y a qué. ¿problemas?, ¿qué problemas?. No paro de coger peces y mi compañero falla, cambia de señuelo, se le lía el sedal, impreca, bufa… al final dice lo que uno no dijo ayer: joder macho, estoy distraído, no me concentro, estoy pensando en otra cosa. Sonrío. Hoy es él el pescador con las neuronas turbias.

Ayer, al final, desesperado, decidí sentarme, desarmar la caña y dedicarme a contemplar como pescaba el compañero, su inspiración, tino, instinto, fortuna, gracia… Pero hoy, libre por fin de polvo y paja, soy yo el que me siento una bailarina entre los canchos, no me canso, me salen todos las lances y casi todas las clavadas.

Es difícil olvidarse de todos los problemas en el río. A veces es posible, otras no y no de pende la cosa de nuestra voluntad o nuestros deseos. Intento dejarlos lejos casi siempre, uno tiene ya sus trucos y sus trampas, suelo entrar al río con el cerebro limpio y las neuronas concentradas en la pesca, pero ayer un problema me distrajo, me enredó y no pude disfrutar como esperaba de la tarde.

Pero la tarde de hoy lo ha compensando. Me siento feliz de haber repetido agua, de no haberme vuelto a la ciudad el domingo mohíno y escocido por el fiasco de ayer y dedicar estas horas preciosas a las truchas, esta vez con sosiego y pasión, concentración e instinto, ganas y libertad. Lo siento por mi compañero que le toco arrastrar por el agua su barrunto.

Luego, ahora, revisando las fotos, siento que he sido feliz esas dos tardes. Han sido muchas horas de privilegio con mi hermano y mis amigas en una de las gargantas más bonitas del país. Eso queda.


ODA

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Joya hecha a medias por el artista Henry Duprat y una larva de tricóptero viva.
El pescador se levanta muy temprano, ya sin sueño, sin ninguna pereza para mirar de frente a la madrugada. Le gusta la quietud de todo, la oscuridad de fuera, el olor suave a primavera que entra por la ventana abierta. Se cuela también con nitidez la algarabía de los mirlos y de un ruiseñor prodigioso que no ha parado en toda la noche.

Al pescador le gusta conocer las voces de las aves, sobre todo de estos dos tan literarios, y recuerda la oda de John Keats al pajarillo ese mientras monta en el torno, despacio, unos tricos peludos, saborea un café muy caliente y mira por la ventana, muy lejos, ya saliendo, el hilillo rosado del alba. Monta las moscas con los pelos de las patas de una liebre cazada y ya guisada por él hace unos meses. No desmerecen en nada a las míticas árticas que andan hoy en la boca de todos los mosqueros. Él las ha visto correr entre los charcos de los llanos conquenses y a tocado después sus patas mullidas y secas ¿para qué ir tan lejos a por los pelos mágicos?

Los cuerpos de los tricos los ha montado hoy rojizos, se fía de los consejos de J.M. que anda también un día sí y otro también de maestro mosquero andante metido en los ríos con su hijo, pescador también, enseñándole las mañas y las fuerzas de este arte fugaz o de esta pasión inexplicable. Se lo encontró el otro día en la garganta de A. esperando la hora bruja de la tarde con el chico, su mujer y su otro hijo. Le regaló una mosca con el cuerpo más rojo que la sangre. Dijo: Esto aquí canela fina. Le emocionó ver a los cuatro bajar a la garganta a aprender la lección y disfrutar del agua estando juntos.

Al pescador le gusta la soledad del sábado, meter en la cajitas los tres tricos recién armados y preparar despacio y a conciencia el resto del equipo. Tomar otro café, esta vez con su tostada empapada de aceite y de tomate, su jamón por encima y un zumo de naranja de remate, que hay que cuidar el paladar y las viejas costumbres. Como no hay nadie más en la casa no anda con sigilo ni en silencio, se siente soberano, muy libre, como quién conquista por fin lo que de verdad importa, un día entero por delante para pescar sin el tiempo tasado y sin hora de vuelta.

Disfruta de la ligera misantropía de desear no encontrarse con nadie esa mañana y sentir que el río es por entero suyo. Aunque las horas buenas son las de tarde el pescador no puede resistirse a pisar el agua a eso de las nueve y bailar la danza de bajar y subir los grandes canchos, lanzar los señuelos recién hechos, hundir luego unas ninfas blanquecinas en las grietas donde acechan las pintonas y respirar sobre todo ese primer aire del día fresco y fragante. 

Y no hay nadie. Se siente muy afortunado. Sale el sol sólo para él en ese recodo de la garganta y vuelve transparente el agua. Deben de andar las truchas también recién desayunadas porque sólo le sube alguna inapetente, aunque las ninfas de cabeza de plata y cuerpo marfil si sacan a algún pez de su guarida.

Recuerda los últimos versos del jovencísimo Keats porque otro ruiseñor, escondido en la hiedra que cubre un roble seco de la orilla, se suma al ronroneo de las cascadas: tu himno se evapora más allá de esos prados, del río por recodos, por encima del monte, y queda adormecido en los tristes calveros del valle que abandono. ¿Era un sueño tu canto o visión de borracho? La música ha volado ¿Sigo despierto? ¿Quizá estoy dormido?

A pesar de la lentitud del día y de las últimas estrofas de la oda metidas en la memoria, nunca has sido muy contemplativo sino más bien todo lo contrario. Te gusta mas sentirte trotarríos, mosquero andante, impenitente nómada, culo de mal asiento, incansable enreda, pescador siempre ligero de equipajes. Crees que estarte quieto en un sitio como este es cosa de místicos y comodones, de sedentarios torpes, de turistas vagos, de gente que no sabe que en el camino y río arriba siempre hay otro charco mejor, otro pez más grande, otro recodo aún más bello, otro instante de trucha.

A eso de las once con el sol calentando, por sorpresa, en la última poza que decides pescar, ha subido un truchón del fondo, ha tardado bastante porque el sitio es profundo. La lucha ha sido hermosa aunque ha ganado el pez, o por eso. Seguro que Keats hubiera escrito algo si hubiera estado allí, en medio de la música, el agua y el instante. 

Por ejemplo: Ni perlas ni pepitas de oro. Los tricópteros que viven aquí, el ruiseñor, la trucha, el pescador ya disfrutan de fortuna y de dicha.



MAESTROS

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Foto de Quinn Glover

Pronto descubrí el significado de la palabra “maestro”.
Hay maestros que amaestran y hay maestros que muestran. De los primeros está el mundo lleno. Se creen en posesión de verdades, quieren dar lecciones de la vida o la pesca y persiguen el  reconocimiento, la admiración o la emulación del aprendiz. A lo largo de mi vida tuve muchos de los primeros y unos pocos de los segundos.  

Hay quienes pretenden ser amaestradores de sus hijos empeñándose en que los imiten y que obedezcan sus indicaciones porque se sienten cargados de razón, experiencia y saber sobre los ríos y los peces. Otros, en cambio, sólo muestran, indican con el ejemplo, casi siempre en silencio, van delante.

Los primeros convierten a los hijos en obedientes aprendices de saberes ajenos, dóciles papagayos, quizá buenos pescadores que manejan este arte y esta ciencia con disciplina y aplicación. Los segundos, los maestros que muestran, les dirán a sus hijos que ellos, a pesar de los años, siguen siendo aprendices y les dejarán que descubran por ellos mismos el lenguaje del agua, de los peces, del río, que busquen todo ese saber dentro de su corazón de pescadores.

Tanto si somos maestros que amaestran como maestros que muestran, tenemos muchas posibilidades de fracasar. Enseñar a pescar o a vivir sigue siendo un misterio.
El amaestradorse sentirá fastidiado y frustrado.
El que sólo mostrabarecordará con placer cada momento compartido en el río y todo lo mucho que aprendió de su aprendiz de pescador.

LLAVE

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Vas a levantar la mosca del agua. Ya esta fuera y en ese instante salta la trucha como un delfín para cazarla. No duraría el instante más de una décima de segundo. Al segundo siguiente el pez revoloteaba por el aire hacia la sacadera.

El tiempo se desliza por la tarde. Son casi las diez y aún es de día. Vuelves por una selva de cicutas y malezas muy altas, bajo un bosque de ribera en el que no hay rastro de cultura o destrucción. ¿qué valor tiene esa décima de segundo?, ¿qué magia química y eléctrica ha grabado en tu memoria ese instante?, ¿por qué azar o que milagro se olvidaron de este bosque de maravilla?

También recuerdas las dudas, tu poca fe en el feo trico caramelo, la lentitud con la que ataste la mosca con ese nudo Orvis que te gusta en ese cero nueve que ahora usas y como, a pocos metros de ti, se derrumbó un viejo árbol sin motivo, sin hacer ni gota de viento, porque le tocaba caer después de haber aguantado firme varios años, ya muerto. Fue un estrépito de catástrofe y luego de nuevo silencio y murmullo de agua.

A veces no sabes si la vida es una suma de instantes recordables o es el residuo pegajoso y vacío que los une sin más. Si la vida de verdad son los segundos que guarda la escasa biblioteca de tu memoria o las miles de horas o de días que pasaron sin causa y sin perfume.

Por eso te gusta sentir el pez, su tensión, su pálpito entre los dedos mojados. Es la forma más cercana que sientes de tocar de verdad el tiempo que posees y luego, al dejarle libre en el agua, ese tiempo sigue fluyendo a su velocidad de siempre y tú con él, entonces no ya como pasajero si no como protagonista de ese segundo bello y raro que sólo tú tocaste.

Ahora, a medias supersticioso a medias empírico, fabricas nuevos tricos caramelo y no sabes si son un buen señuelo para truchas voladoras o un imán de instantes felices. Todos los pescadores saben que las moscas buenas son una llave mágica que abre una puerta hacia un País de las Maravillas muy secreto. La cerradura está en el agua y es cosa del pescador y de sus dedos, su pulso o su instinto, saber girar la llave, empujar despacio y entrar de nuevo en él.

PERDIGÓN

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Minitrucha glotona

Hemos ido pasando del hiperrealismo entomológico al impresionismo leonés, del cubismo norteamericano a la ninfa abstracta. En estas “obras de arte” que montamos y pintamos en el torno sólo queda de la ninfa la idea, el concepto, la voluntad del observador de creer que “eso” es lo que imagina, aunque la obra sea una bolita de metal naranja butano tras el que se ha liado una madeja en forma de cono de un color fucsia, eléctrico o pop barnizada luego con un pringue que se solidifica con una pistola de rayos galácticos. Algún veterano montador aún tiene el humor o la añoranza, arqueológica, de colocar a esa ninfa abstracta un cerco, una colita de pluma de gallo de León, como si así el Pollock pudiera acercarse algo a las Meninas.

Pero, ¿es Pollock arte?, ¿es un perdigón una ninfa?. Digamos que es otra cosa, denominémoslo señuelo. Los señuelos de Pollock decoran las casas de los ricos y aburren a los turistas en los museos. Los señuelos de perdigón engañan a las truchas o las enojan o las hipnotizan hasta el punto de que desean morderlos. Más o menos igual que unos de esos guisos que servían en el Bulli.  Así que eso montamos en nuestros tornos, cocina tecnoemocional para truchas, ninfas deconstruidas.

Los montadores figurativos siguen en lo suyo, añorando los tiempos del paisaje, el bodegón y el retrato mosquil. Los hiperrealistas se han convertido en poetas puros hasta montar preciosas moscas desde la filosofía juanramoniana de “el arte por el arte” pero nadie va a mojar sus creaciones en el río. Y el resto, todos los demás, nos hemos pasado a Pollock, hasta las mismas truchas. Todos degustamos admirados los guisotes marcianos de Adriá o sus sucedáneos y atamos un perdigón de colorín a un hilo del cero diez que paseamos por el fondo del río y decimos ¡Ah! Que estamos pescando “a mosca”.  Además pensamos que los emplastos de Pollock y los perdigones cotizan bien en el mercado del arte y de la pesca, ambos son útiles, decorativos y funcionales.

Pero mi hijo el pescador, que estudia biología, arruga la nariz cuando le digo que estamos pescando a mosca con esas ninfa perdigón. Di mejor que estamos pescando al tiento con un señuelo de fantasía. Y nos reímos juntos. Lejos de purismos o integrismos mosqueros, nosotros atamos una ahogada impresionista leonesa, un cubista saltamontes yanki de foan, una realista rhodani que monta cierto famoso amigo o uno de estos perdigones de Pollock según sea el río, el mes o nuestro humor. Somos pescadores, no carcas críticos de arte.

Pero a veces, a la caída de la tarde, cuando los peces comienzan a subir a comer en superficie y me paso a la seda y la seca porque me gusta ver salir a las truchas y enredar con los lances en el aire, pienso que quizá llegue un día de pesadilla en el que en todos los restaurantes nos sirvan sucedáneos de cocina tecnoemocional y que la plaga de imitadores o émulos de El Bulli hayan poblado la tierra gastronómica hasta no existir ningún lugar donde comer una fabada tradicional o una dorada asada sin más. A veces pienso que quizá llegue el día en el que ya no vendan estas sedas de verdad que me gusta lanzar y hayamos olvidado como montar pardones con plumas de león, un día en que pescar a mosca no sea ya otra cosa que pasear un señuelo abstractivo por el fondo del río atado a un hilito invisible.



BASURA

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El pescador no puede entender la basura dejada en la arena, los papeles, las botellas vacías, las heces, las bolsas de plástico llenas de desperdicios arrasando la belleza de aquel lugar maravilloso. No puede entender o no quiere entender quién puede llegar allí para beber, comer y cagar en el mismo lugar y luego dejar sin más la basura, disfrutar de esa ribera por unas horas y luego convertir durante semanas o meses o años ese mismo lugar en pocilga.

Le duele al pescador la profunda ignorancia, la profunda incultura, el gran desprecio hacia los demás y hacia uno mismo que se deduce de este triste espectáculo. Luego, de vuelta, como ha hecho tantas veces, venciendo la repugnancia, sacará la bolsa negra de basura del chaleco e intentará recoger y limpiar el desastre con la certeza y la seguridad de que dentro de pocos días volverá a estar el lugar lleno de mierda.

El pescador se aleja río arriba, supera en el charco siguiente el vertido turbio que cae por un arroyo desde un campo de cultivo que curan con veneno y en la siguiente poza una toma de agua con el motor junto al agua desde el que gotea el fuel hasta la arena. Tiene que alejarse muchos centenares de metros para encontrar por fin el río limpio aunque en ambas orillas, a pocos metros del agua,  las alambradas cerquen el campo, ¿será que el dueño de esas miles de hectáreas teme que le roben las encinas y los grandes alcornoques?

Pero el pescador no quiere indignarse, quiere dejar atrás tanto desprecio, tanta incultura, tan poco amor, siquiera afecto, hacia esta tierra que nos da para vivir y nos protege del inhóspito vacío del Universo. No es misticismo, ni neojipismo. El río, metáfora de tantas cosas para los poetas, ha sido el lugar real donde comenzamos a ser homínidos inteligentes. Sin agua dulce y limpia sería imposible sobrevivir. Este agua no sólo la necesitan las truchas sino la humanidad entera y sin embargo…

El pescador no puede hoy abstraerse de todo, ni olvidarse. En un recodo flota un envase de refresco y un poco de espuma amarilla delata que el agua lleva sutiles tóxicos que no han sido depurados por el pueblo de arriba.  Hoy pesca sólo, pero si hoy estuviera pescando con su hijo no sabría cómo explicarle todo aquello, cómo excusar a una civilización, a un pueblo que llena de mierda el agua, cómo hablar de progreso, desarrollo o futuro en un país que siente ese profundo desprecio hacia las aguas y los bosques. Siente vergüenza, tristeza, indignación, sobre todo porque hace pocos años él bebía sin miedo de ese agua y todo parecía un paraíso indestructible. Siente que no ha hecho casi nada, no ha hecho lo suficiente, no sirve de nada recoger de cuando en cuando un poco de basura.

Piensa en los chavales que habrán dejado el precioso charco del puente de la Carava lleno de inmundicia, en el agricultor que desagua veneno, en el que vampiriza el agua con la bomba o en los miles de ciudadanos que ignoran o que no les importa que no se depuren bien las aguas residuales que salen de sus lavadoras y cloacas. Gente corriente, normal, educada, limpia y respetuosa en sus casas y con los suyos.

Tal vez sea eso. Que el mosquero andante es un místico y un neojipi, un ingenuo y un tonto, un antisistema y un indignado que no sabe que el progreso, el único real, es también todo eso: basura, mierda y aguas muertas.

(No he querido poner una fotografía más de basuras en el agua, de las que hay miles en Internet. Todos tenemos demasiadas en la memoria y en nuestros ríos. Prefiero la de esta truchilla que vive en el tramo alto y muy limpio, aún)

TENKARA

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Revisabas las fotografías de hace un año. Llevabas casi dos semanas sin pescar y ya no podías más, necesitabas volver al agua, tocar de nuevo la piel fría de los peces, remontar de nuevo la corriente. ¿Pero cual?...

...Aquel por el que caminábamos descalzos, bajo un sombrero de paja roto, con una vara de bambú de tres metros y el sedal atado a la punta, dos anzuelitos y dos gusarapas medio empaldas en el acero. Me gustaban en especial los pilares del puente. Allí se formaban remolinos oscuros y aguardaban su comida los barbos más grandes. Más abajo, en la tablas rápidas, subía las bogas y era muy frecuente que hiciéramos dobletes. El verano era eso, nadar, pescar y escuchar las historias de mi abuelo sobre galápagos enormes y anguilas kileras, nidos de araclanes y cernícalos amaestrados, lobos de ojos fluorescentes y tiroteos de película, curvas de la Chelito buscándose su pulga y viajes remotos por un mar que muchos años después tu recorrerías de punta a punta.

Salíamos a pescar a eso de las diez, tras devorar, según el día y el humor de mi abuela, un plato de buñuelos o tostadas con miel o picatostes de vino o de huevos fritos con pimientos o dos tomates maduros, rajados con sal sobre un trozo de pan. Las costeras de mimbre eran muy viejas, no sabíamos que tenían cien años y el brillo de las bogas retorciéndose en el aire reflejaban el sol como ningún espejo en los que luego te mirarías. Nos bajábamos al río una enorme sandía que dejábamos a refrescar sumergida en alguna orilla sombría. Tras el primer baño y las primeras dos horas de pesca, sentados en alguna piedra cómoda, nos comíamos la sandía cortada en dos mitades de la que íbamos sacando grandes tacos rojos pellizcando la pulpa cada cual con su propia navaja. Luego volvíamos a la pescar, alejándonos despacio, por orillas llenas de árboles muy grandes y llenos de lianas y ortigas, hasta llegar al puente viejo. En esa poza hondísima, nunca tocamos su fondo, nos bañábamos de nuevo con miedo a todos los monstruos que sin duda dormitaban en sus fondos para luego volver a la casona. Nos volvía locos el arroz de nuestra tía abuela Mado, una vez apartados los mil torpezones multicolores con los que aliñaba el guiso. Más tarde, cuando los mayores se retiraban a sus siestas y lecturas, a eso de las cuatro de la tarde, en medio de la peor calorina, nos escapábamos de nuevo a la garganta a pescar entonces con todo el cuerpo sumergido en el agua, asomando apenas la cabeza y las manos. Los peces nos mordisqueaban la barriga y las piernas, tal vez como venganza o quizá porque ya nos sentíamos o éramos, una parte natural de aquel río.

Ya no quedan no siquiera los pilares del puente y son pocas las bogas que remontan. Ya no queda nada de aquellos veranos y a veces me parece que todo fue un sueño cada día más perdido e impreciso. Les pregunto entonces a mis primos o mis hermanos y ellos me confirman que ese tiempo existió. Me dan detalles, me cuentan sucesos, hechos, certidumbres y entonces me sorprendo y recuerdo. Mi hermano cultiva en su jardín el bambú de la estirpe de aquellas otras cañas y a veces pesco me escapo al río así, con una caña fina y bien curada y una imitación de gusarapa, los japoneses lo llaman tenkara y yo lo llamo infancia.

Ya no queda casi nada, es cierto. Un poco de memoria, una caña de bambú, otro poco de tiempo, la sensación de frescor cuando metes las piernas en el agua y luego nadas hasta la piedra sumergida en la que te sientas, como entonces, a pescar así, casi flotando, con apenas la cabeza y las manos por encima del frío, mientras los peces se acercan a picotearte y a hacerte cosquillas, no sabes si con afán de venganza o porque que eres ya, de verdad, una parte del río.

Ordeno las fotos de hace un año y también estas otras más antiguas.

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