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Channel: MI HIJO EL PESCADOR
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UN DIA DE FURIA (Ganador del Certamen de Relatos de Verano 2013 de conmosca.com)

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Moldy Chum

...Con dieciocho años uno se cree inmortal, incombustible, incansable. Con frecuencia enlazaba las noches de sábado de cerveceo con los amigos o morreo con la novia con el amanecer truchero. Me parecía un derroche y una pérdida de tiempo quedarme el domingo toda la mañana en la cama restaurando las neuronas intoxicadas. El asunto se sustanciaba con una ducha caliente a eso de las seis de la mañana y un cambio de uniforme: el de fiestero por el de pescador. Llegaba pocos minutos antes de amanecer a pie de río mientras sonaban Clapton a todo volumen en el casete. Me enfundaba las botas, apiolaba la caña y la cesta y ponía pies en polvorosa, trocha arriba por un monte en penumbra, para ser el primero en pescar las mejores tablas de aquella salvaje garganta. Aquella zona era muy difícil de andar y estaba poco pescada. Sólo el señor Sinesio se atrevía a disputarme los dominios con madrugones tal grandes como el mío o con adelantamientos sigilosos el uno al otro, sin que la víctima se diera cuenta, salvo cuando ya era tarde y veía el burlado en las piedras las huellas mojadas del burlador.

Aquel día, entre dos luces, tuve la mala fortuna de golpear con la puntera de la bota un jara seca que perforó el caucho como un puñal. Eran unas botas nuevas, Camel, francesas, que me habían costado varios meses de ahorros y de restricciones en el cervecerío de los sábados y la gasolina del seína cientoveintisiete de tercera mano que cabalgaba entonces por el mundo. Pero me olvidé pronto del percance en cuanto clave tres hermosas truchas casi seguidas en la tabla Negra, una corriente larga y profunda que inauguraba siempre el día. Recordé no muy tarde el agujero en cuando comencé a vadear poco más arriba, por lo somero del charco del Molino Juan y el agua helada comenzó a llenar con rapidez pasmosa casi la bota entera. Andaba desaguando la cosa e insultando a la naturaleza entera de las jaras cuando entreví a Sinesio a trote cochinero, medio agachado entre los robles de la loma, adelantándome. Sonreí, me hice el tonto y esperé a que desapareciera tras el molino para correr monte arriba, trasponer por la curva del Puente Roto y tener la certeza de que yo volvía a estar otra vez el primero y él no se habría coscado de mi enroque. Noté en el resuello, tras la carrera, el sabor agrio de la resaca y cierto embotamiento muscular fruto del bailoteo, la noche no dormida, la fiesta con mi chica y la docena de cervezas revolviéndome en el alma. 

Metido de nuevo en la faena, dos truchas más mordieron el polvo de mi señuelo el cesto comenzaba a pesar, pero no podía recrearme en las suertes, ni exprimir las tablas, pescaba ligero y sin mojar las piedras para evitar que mi competidor descubriese otra vez la trampa. Andaba ya cerca de la poza de La Bruja cuando, al saltar con torpeza un mata de cicuta, donde yo creía que había tierra firme, descubrí un remanso enlodado al que caí cuan largo era, con la suerte o la desgracia de encontrar en la caída dos zarzas secas haciendo comba, colgadas de una rama baja que me acariciaron el cuello con insidia carnívora. Tardé largos segundos en comprender qué había pasado y muchos más en sin sacándome los pinchitos del cogote y sacudirme el barro apestoso de la ropa. Pero no había tiempo que perder, Sinesio andaría cerca y no podía ser que me viera en ese trance, enmierdado y herido en el cogote y el orgullo con pinta de fantasma degollado. Dejé dos buenas tablas sin pescar para aumentar la distancia y me puse a lanzar de nuevo. 

Era la poza Loca, un remanso grande, hondo y oscuro que me gustaba mucho porque siempre me había dado buenas truchas. La parte cercana a la rasera tenía más de un metro de profundidad y muchas veces veía a la gran trucha puesta, acechando, era pan comido que entrase a mi señuelo lanzando muy por delante. Pero aquel día la trucha puesta no era grande sino enorme. Lancé y el pez con lentitud de reina y parsimonia glotona mordió el engaño y comenzó la lucha. El animal no cedía un palmo de sedal, su objetivo era llegar hasta las raíces de un viejo sauce que se agarraba al cortado de roca que cerraba la orilla opuesta. Sentía pánico por perderla y maniobraba la caña y el freno con destreza maliciosa para evitar el desastre. A mitad de la lucha, cuando ya estaba a punto de llegar a las temidas raíces sumergidas, cedió el animal y nadó sumiso hasta la orilla somera y arenosa donde yo la esperaba con las botas llenas de nuevo de agua fría, pero qué importaba. Sin destensar la caña aproximé con tiento y pericia la mano a la cabeza del truchón cuando, como a cámara lenta, como en un dibujo animado, el pez no sé cómo dio un salto fuera del agua, un salto increíble que sacó del río su cuerpo entero y en el aire contemplé incrédulo como se desenganchaba el señuelo y desaparecía en menos de un segundo hacia las profundidades. Con los ojos casi fuera de las órbitas y ya con las lágrimas brotando rabiosas, la boca abierta y la mano vacía en actitud de garra flácida,  levanté la cabeza y ví a Sinesio, parado junto a una gran encina, contemplando con regodeo malsano el triste espectáculo. Aún se atrevió a decir: Buenos días R. ¿Qué tal se dan?. No dije nada, ni él espero la respuesta porque se despidió sin mirar más tiempo mi desolación y trotó camino río arriba.  Ya sería imposible pescar la garganta virgen, pero eso no era lo importante para mí sino haber perdido la maldita trucha voladora. Me senté a vaciar la bota y descubrí de inmediato la otra desgracia. El cesto pesaba poco y dentro no estaban los cinco buenos peces que había cogido. Comencé a echar sapos y culebras por la boca pero me callé al segundo, comprendí al instante el suceso y dejé de lloriquear y maldecir. Al caer en la charca la cesta se había abierto y los peces se habían salido, con los agobios de seguir siendo el primero no me di cuenta del fiasco. A buen seguro que seguirían allí. Miré por última vez la poza, el agujero de mi bota, la cama vacía de helechos baboseados del cesto. Pensé: Hoy es un día para olvidar. Me repuse y caminé a paso ligero por la parte más enmarañada de la orilla con el estómago revuelto y la angustia atenazando mi mente. ¿Y si Sinesio había pasado por el barrizal, había visto las huellas del percance y se había llevado mis truchas? No fue así, cuando llegué al lugar salió de entre la maleza cicutera de la charca una zorra y dos zorrinos con los últimos ejemplares del goloso botín entre los dientes. Mis truchas, se llevaban mis preciosas truchas las muy zorras. Me senté, descompuesto, en un piedra a recuperar el resuello, el ánimo, las fuerzas. Me dio una arcada y vomité con un chorro interminable todas las cervecitas sabatinas, sus pinchos y tapas y no sé cuantas nauseabunda bilis amarguísimas. Me rendí. Acerqué el morro al agua y bebí unos buenos sorbos. Entonces eran los tiempos gloriosos en los que uno podía hacer eso sin enfermar, beber agua limpia el río, como un pez. Volví a sentarme en el cancho. Ya era imposible adelantar a Sinesio, así que lo mejor sería volver al principio, tomarse todos los percances, desventuras y accidentes con filosofía de pescador y paciencia de sabio adolescente. 

Con el estómago vacío me sentía mejor así que volví a bajar, esta vez con prudencia y tiento para no tropezar de nuevo, hasta la tabla larga del inicio. Cambié la cucharilla por la cuerda de moscos, respiré hondo en tres tiempos y me dije, tranqui, no pasa nada, el día comienza de nuevo, todo esto son gajes del oficio de pescador, olvidables. A la segunda lanzada, de no sé dónde salió una trucha aún más grande que la primera pero vi con claridad cristalina que en lugar de tragarse la falangista de cola, el bicho se había metido en la boca nada menos que el buldó transparente, encima no se soltó, tal vez se le había enganchado el hilo en los dientes o cerraba la boca impidiendo que se escapase de ella la burbuja de plástico, el caso es que el pez pegó un tirón enorme que me pilló con el freno demasiado ajustado, rompió el nylon y desapareció para siempre en uno de esos agujeros negros que dicen que hay en el Universo. ¿Quién me iba a creer cuando contase este lance a mis amigos pescadores? O ¿cómo me iba a atrever a contar a nadie tantos desastres y torpezas? 

Plegué la caña derrotado, vencido, llorando ya sin cortarme y me encaminé hasta el coche. Había que escaparse de allí y olvidar cuando antes aquel día de pesadilla. Por el camino, sentí algo de gas en la tripa y dejé escapar lo que supuse que sería un pedo. En la naturaleza y en soledad ya se sabe, no hay restricciones ni disimulos para este tipo de gases así que lo empujé con fuerza. Salió el aire pero detrás de él, sin poder evitarlo, el traidor chorrillo de agüilla fétida de un principio de diarrea. Horror. Me desnudé en dos segundos. Me quité las botas, los pantalones, los calzoncillos y con un buen manojo de romero enjuagué en el río las huellas de la infamia. Así me pilló el enemigo, en plan lavandera prodigiosa, con las vergüenzas al aire, las visibles y las invisibles, todas. Sinesio, por alguna razón que entonces no podía entender había dejado de pescar y regresaba al coche. ¿Qué tal se dan?. Volvió a repetir. Yo ya he cogido el cupo así que me voy para casita. Qué se de bien. Al menos no le vi sonreír en ese instante. 

Con dieciocho años uno se cree inmortal, incombustible, incansable. Puede superarlo todo o casi todo y un día como aquel, es de los que de verdad crean afición porque el fin del mundo no acabó ahí. Había terminado de quitarme las botas rotas, tirado la cesta vacía, el chaleco y la gorra al fondo del maletero y empujé el portón trasero del seína con más rabia que fuerza cuando, antes de escuchar el chasquido, ya vi en mi imaginación el capamiento. El último tramo de la telescópica sobresalía dos centímetros del maletero. La anilla y en trocito de caña cayeron al suelo, a mis pies, amputados de mi más preciosa posesión como pescador, mi mejor caña truchera de lance.

Aquel día nefasto, gafado, terrible, olvidable, no lo olvidé nunca y de hecho, treinta años después puedo contarlo como si hubiera ocurrido antes de ayer. Durante estos años he roto muchas botas y vadeadores, me he caído algunas veces y he perdido muchas truchas hermosas y todas ellas me enseñaron a ser tal vez un poco mejor pescador. Hace ya muchos años que no llevo cesto y que las truchas, tras morder mis moscas, se van libres a su mundo de agua y de misterio, un agua que por desgracia ya no es tan pura y no puedo beber a morro como entonces. Sinesio y otros pescadores veteranos con los que creía competir entonces ya no pueden bajar a aquel bellísimo torrente. Unos son muy viejos, otros han muerto. También entendí con las caídas, los tropezones, las pérdidas  que uno va teniendo lejos del agua, que el pescador nunca compite con nadie, ni siquiera consigo mismo. Pero el río enseña muchos secretos importantes de vivir sin utilizar palabras, ni argumentos, ni juicios. Las cicatrices que las zarzas dejaron en mi cuello se borraron pero no otras que las ciudades o la furia del tiempo nos hace.

Ya no trasnocho antes de un día de pesca, ni bebo, ni bajo al torrente sin haber descansado, ni me pierdo en los besos de una novia delgada, suave y sonriente que le gustaba además esa extraña pasión mía por las truchas ¿Por qué no seguí con ella?. Hace ya muchos años que no me caigo, que no rompo una caña, que no saltó sin mirar que hay detrás de los helechos o las cicutas, que no insulto al cielo y al infierno si una trucha grande se me va sin tocarla, pero ¿por qué a mi corazón le da un vuelco en ese instante y siento que he perdido un mundo?. Tengo en la barba descuidada muchos pelos blancos, pero mientras me visto de pescador el amanecer de un domingo de abril veo a veces, de reojo, en el espejo del coche, a un chaval de dieciocho años que se cree aún inmortal, incombustible e incansable y sonríe. ¿Soy yo aún ese mismo apasionado pescador?

Foto de Øystein Rossebø

REÍR

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Dejabas atrás el informe pendiente. Faltaba redactar las conclusiones estratégicas, sacar precioso petróleo de entre la hojarasca de los números y la arcilla prensada de las palabras. Dejabas atrás la cama caliente y a alguien que comenzaba a ser una extraña y a estar mucho más lejos que el río al que te acercabas conduciendo muy rápido, cortando la noche, por carreteras oscurísimas que podrías trazar aún hoy con los ojos cerrados. Descubrías lo fácil que era dejar atrás todo, recuperar de nuevo la sorpresa. Muchas veces te sentías más afín al río que a la persona que entonces amabas. También a las que luego amarías.

El ruido del agua y la luz del amanecer te recibían igual que un abrazo. Siempre tenías mucha prisa para armar la caña. Nunca esperabas a estar en la orilla para pasar la seda por la anillas y atar la mosca, como si tuvieras la certeza que nada más llegar a la corriente iba a haber una trucha comiendo. Sientes que hay formas de felicidad que sólo se saborean en retrospectiva, pero no esta, el frío que empuja la claridad, el nacimiento de los colores sobre el río aún opaco, la senda borrada por la furia verde de la primavera, sentirte el único espectador del principio de un día. Único siempre.

En los escasos huecos que dejaba el trabajo, la ciudad, el deseo de ir a más o la disciplina del amor, ibas escribiendo historias, investigando, inventando, construyendo con palabras otras vidas. Era entonces tu secreto dentro de la evidente transparencia de tus días cotidianos. No sabes aún que es lo único que te quedará luego. Ignoras que todo lo que sentías seguro es más frágil que el retazo de niebla que atraviesas bajando, que todo lo que crees tan firme dejará de existir como a veces desaparecen los grandes peces que creías vencidos apenas a un palmo de tus dedos. Aún no has descubierto que sólo te quedarán esos cuadernos de letra imposible que sólo tu puedes leer hoy. Sólo te quedarán las palabras y aquel río.

Foto: Mariangeles Moreno
Cuando todo ocurrió pensabas que ya no tenías nada en absoluto. Desolación, tristeza, silencio. Pero lo tenías todo. Dos ojos, dos manos, dos piernas, una salud inquebrantable, inteligencia suficiente para seguir adelante pero no tanta como para caer en el suicidio de M., el lento embrutecimiento de S., la no vida de T. en su silla de ruedas, castigado por unos excesos que sin embargo habíais saboreado todos. Aunque no lo supieras, las historias que inventabas y el torrente al que bajabas tantas veces ya eran mucho, algo grande. Entonces te parecían migajas. La ciudad comenzó a ser hostil. Hasta las grúas te parecían a veces una caña de pescar a punto de lanzar sus señuelos de falso progreso.

No has podido resistirte y has acortado el camino. No has llegado hasta donde pensabas comenzar a lanzar. Bajas campo através hasta las pozas de en medio que siempre has considerado las mejores. Algunas veces, pocas, pero si suficientes como para sentir el peso de este privilegio, tocaste una trucha en ese primer lance del año. Esta embriaguez no puede describirse. El tiempo, con su lija afilada, no ha podido borrar de tu interior esos pocos instantes. La felicidad era entonces insaciable.

Lo habías perdido todo, era cierto. Todo lo que creías sólido, seguro, íntimo, cercano. Habías descubierto una verdad dura que pocos hombres atisbaban en medio de la juventud. La precariedad de todo, la fragilidad intrínseca de vivir. También la que guardaba el río en apariencia tan bronco y también tan invulnerable. Quién lo hubiera dicho unos años antes. No lo habrías creído. Ahora no te queda ni el perfume de aquello que te llenaba tanto, todo lo que te hacía sentirte invulnerable y feroz.

Te gusta acabar agotado. Demostrarte que puedes aguantar un día entero en el agua, solo, pescando con minuciosa usura cada escondrijo y cada postura, sin darte por vencido aunque durante horas las truchas sean como fantasmas y no veas ni toques ninguna. Eso te queda. Ese empeño. La voluntad de estar allí igual que cuando estás escribiendo una historia. Si nadie que diga nada. Tal vez sea tu excusa o una forma de íntima arrogancia. Tal vez un bálsamo de dicha. Después de todas esas horas logras clavar una buena con un zonker verdoso. Estás metido en la espuma hasta el pecho. Es el único lugar donde no puede arrastrarte la fuerte corriente de Abril. El pez pelea duro. Se sabe bien su río. Se descuelga muy rápido. No puedes mover los pies para volverte porque estás en un equilibrio muy precario. Si resbalas tendrás que nadar con éxito dudoso. Deberías verte, temblando, sorprendido, mirando de frente a la corriente, con la caña en alto doblada hacia atrás y la trucha sacándote línea a tu espalda hasta que parte el hilo. No te quejes. No te lamentes. Aún te sabes reír de ti mismo. Y tu hijo el pescador contigo.





VAINICA

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Parece el día crujiente, como recién hecho para morder una esquina y saborear lo dulce y lo salado. Los colores intensos se ablandan bajo el bosque de hojas nacidas hace un mes o quizá menos. El agua suena al lado y les enfría el aliento. Los días son ya muy largos y no hay nada delate o detrás que pese demasiado en sus historias.

Ha pescado desde el amanecer metido en el río sin cuidado y ha llegado al lugar de la cita un poco antes. No le importan las hormigas que le cruzan por encima, ni las abejas curiosas, ni el sol que le roza con fuerza ahora en el cuello. Ella baja por la senda enredada en un vestido de flores como una campesina francesa de película y lleva la mochila gris con las viandas, la manta vieja y el cassette.

Recuerda bien el día a pesar de los años. El terciopelo del musgo que hacía de almohada, su voz cantando a coro con Vainica, la timidez precisa, más tarde tan pequeña, las palabras proponiendo viajes que luego nunca harían, el latido de su corazón midiendo después la larga siesta. Recuerda el sabor del vino y de sus labios, el cansancio que le hace abandonarse como jamás lo hará luego, sus manos haciendo bocadillos y él contando la aventura, la trucha que se fue, el color del agua justo en el borde en el que se hace más oscura, el brillo de la lucha y la complicidad malvada de unos helechos secos y gigantes donde se enredó el sedal.

Luego se fueron juntos, anocheciendo ya, ella con su disfraz de campesina de peli de Chabrol y él con el de pescador casi adolescente. Subieron por el bosque de alcornoques, cruzaron por unos cerezos con las flores ya en el suelo. Mañana era domingo. Quedaron después, al filo de la noche, para beber cerveza en el pub Luna. Volvió a sonar allí una canción de Vainica y se sintieron cómplices de tanto azar propicio y tanto porvenir.

Tanto años después, pescando esas orillas, él siempre los ve en ese momento, compartiendo la vida y la manzana, el vaso de vino y el abrazo, el ronroneo del agua en el futuro. Ya no sabe quién es o dónde estará ella pero le sale tararear aquella cancioncilla y mirar en la sombra donde se fue la trucha y probar suerte.



Los 10

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"Diario de Pesca" de Muriel Foster

Cuando Moises subió por aquel monte seco y se encontró con Dios este quemó una zarza más cabreado que una mona y le dijo, ¿qué coño haces aquí?, ¿no sabes que la vida está junto al agua? Luego le escribió con la uña en una piedra los diez mandamientos, estos, los otros son un bulo, como tantos, de quienes nos querían obedientes, temerosos y a salvo del placer:

Los diez mandamientos verdaderos fueron estos:


1. PÁRATE. Mira, lee el agua. El río tiene un lenguaje preciso, un idioma secreto. Aprende sus sonidos, atiende a cómo te habla y te cuenta cuál es hoy la mejor forma de pescarlas.

2. CAMINA con cuidado. No hay prisa. Descubre cuál es tu ritmo como pescador, aquel en el que te sientes más cómodo y seguro.

3. APUNTA bien, lanza donde deseas. No importa que no llegues muy lejos pero debes aprender a dejar caer el señuelo con suavidad y exactamente donde quieres.

4. SEDAL adecuado.  Equipo adecuado. Ni un palo de escoba para pescar truchitas de garganta, ni un mimbre delgado para ir tras los bigotudos.

5. NUDOS perfectos. Domina unos cuantos nudos, asegura bien su ejecución. Un nudo mal hecho es un pez perdido.

6. MUÉVETE despacio y con seguridad. Andar por el río es un arte. Una forma de baile. Si no lo haces bien te romperás las narices y te mojarás los calzones. El agua está siempre más fría de lo que imaginas.

7. TOCA todas las posturas que imagines y también las que te parecen imposibles. Cada tramo de río tiene sus lugares buenos, regulares y malos, pero tócalos todos. Imagina cómo es el río por debajo si el agua no lo ocultase.

8. FÚNDETE con el entorno. Mimetízate, no hagas ruido, no chapotees, no rompas la gracia y la armonía de ese lugar. Intenta no espantar a los corzos ni a las libélulas. Piensa cómo suena cuando tu no lo pisas.

9.  ACUDE al río cuando están activas. Y como eso no es fácil saberlo es mejor que estés a pie de agua cuando ocurra. El día es muy largo, alégrate por ello.

10. DISFRUTA del tiempo. Pescar es un placer, no sufras si no pican, no te entusiasmes en exceso si no paras de tocar truchas. Eres pescador porque estar en el río te hace feliz, no te enfades nunca.


"Diario de Pesca" de Muriel Foster

ABAJO

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Foto de Mauro Vaccari

Y se mete en el agua. Siente la corriente helada, piensa que este torrente tan cercano a las montañas, aún poco acariciado por el sol. Lleva en su alma las nubes, la lluvia, la nieve y el hielo que fue un día. Él tiene el cuerpo protegido por la ropa y el vadeador, así que cuando mete la mano desnuda en el agua primero siente el frío intenso, casi agradable, y de inmediato el dolor, su mordisco, la rapidez con la que el líquido le roba el calor y todo su cuerpo se alarma y hace que duela. Pero él no la saca, aún aguanta unos segundos y sonríe. Es su forma de saludar al río, de estrecharle la mano, de reconocerle un año más, lleno, bronco, ancho, rápido, limpio, vivo.

No hay otra vida que la que da el agua. Sin agua la tierra sería como Marte, un lugar reseco y muerto. El agua, que llegó a través del espacio durante millones de años en meteoritos de hielo cósmico ha pintado su planeta de azul y llenado de vida sus rincones. Sólo el agua. El agua es dios y lo demás son mandangas, mitologías, supersticiones. Eso piensa el pescador mientras saca con rapidez sus dedos helados y se los frota con la otra mano para recuperar el calor perdido.

Anuda ahora la ninfa cabezona, grande, blanquecina, arropada con una fina bufanda de un naranja escandaloso y unas pocas briznas de plumón gris. La lanza en el embudo que hace la corriente junto a la pared de piedra de la poza.

Nunca podrá entender o explicar porqué estar allí, metido en el agua helada, un domingo de finales de marzo, le hace tan feliz. Por qué el rugido constante del río le suena como una risa o como un murmullo de palabras nombradas en un idioma que nadie ha comprendido y que él imagina o inventa en momentos como este, cuando escucha a través del finísimo sedal lo que está pasando allí abajo, en lo profundo.

Tal vez cuando alguien muere queden sólo las cenizas, pero él sabe que no. Cuando alguien muere la mayoría de lo que somos es agua y ese agua, todos los billones de moléculas que nos formaban, vuelven a la nube, al mar, a este río. ¿A qué viene entonces todo ese lío de las cenizas cuando nuestra alma es de agua? El pescador siente el tirón y clava con suavidad, con la mano izquierda, aún fría. El sedal tarda unos segundos en dejar el remolino antes de salir disparado corriente abajo haciendo sonar el freno del carrete y el de su corazón. 

CUENTOS

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Agotado. El sol calienta los últimos minutos del atardecer. El pescador se sienta sobre una piedra pulida con vistas a un largo tramo de río. El musgo seco está caliente. El sonido del agua es bronco y duro, se desliza por el aire igual que el martín que vuela rapidísimo hasta el recodo del fondo.

Le gusta sentir el tiempo, cerrar los ojos, tocar el tacto suave del corcho de la caña. A veces teme que todo eso desaparezca para siempre. Ahora sabe que es posible. O teme que él no pueda bajar y ya sólo exista la música del agua en su memoria. Se siente vulnerable. Antes nunca.

Entonces ve a su hijo pescador salir a lo lejos en la curva del recodo. Camina entre las piedras como si danzara los compases de una música ancestral. No mira otra cosa que el agua, sus pies, los oscuros remansos junto a los remolinos donde acechan las truchas. Sube despacio, sin dejar ningún lugar sin registrar. Todo le parece frágil en el atardecer menos él y el agua. El joven pescador camina con gracia por las piedras complicadas de la orilla, esquivando las zonas muy pulidas, los canchos mojados y peligrosos, las ramas bajas de los sauces. Desde tan lejos puede sentir que el chico es incansable, que su sangre fluye como fluye el río, de forma potente y descuidada, con toda la fuerza de la primavera y la adolescencia. Tarda media hora en subir pero la tarde se hace larga, la luz se estira dentro del tiempo. 

Cada noche, todas las noches, durante muchos años, hasta que él comenzó a ver o leer libros por su cuenta, le contaba un cuento. Se esforzaba siempre en inventar una historia perfecta, de personajes verosímiles aunque fueran monstruos, animales, guerreros o peces... Tenían las historias sus momentos de acción, de sorpresa, de intriga, su final feliz y su magia. Cada noche, durante muchos años, inventó docenas, cientos de cuentos, siempre distintos. No importaba lo cansado, triste o aburrido que estuviera. El baño, la cena, el pijama, el cuento. El hijo nunca quería que le leyera los cuentos impresos que le regalaban. Siempre quería cuentos inventados y él se esforzaba, ponía en ello toda su imaginación, sus ganas, su voluntad, su alma. Ponía mucho más que la vida gastada en el trabajo o en su pareja o en escribir. Y esa tarea, ahora se da cuenta, siempre fue un placer intenso e intimo. Hoy no recuerda ninguno. Tampoco el hijo recuerda todas esas noches de meterse en el sueño con todas aquellas historias que inventaron para él.

De igual forma, desde muy pequeño, el hijo ya pisaba los ríos de su mano detrás del amanecer y de los peces. Una vez el padre pensó que todos esos momentos los borraría el tiempo como antes olvidaron ambos todos aquellos cuentos. Por eso comenzó a escribir, en este pozo oscuro de agua limpia, de esos días en los que pescan juntos, para que los años no les dejen desnudos y vacíos. 
Hay una forma de olvidar necesaria, otra triste, otra, peor aún, motivada por la enfermedad y la vejez y otra causada por no considerar la memoria como un valioso tesoro. Desde entonces, cada día de pesca, lo engarza con palabras escritas como si fuera un diamante. Pasa el tiempo y entonces, a veces, saca la piedra y la ve brillar al sol como aquel día.

TIC-TAC

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Dicen que los viajes dejan en suspenso el tiempo, que viajar es atarse a la cinta invisible de un reloj extraño cuyo ritmo y carrera es otro muy diferente a ese tiempo prevenido y seguro de la vida en el lugar que habitamos, encerrado en metrónomos, cronómetros y horarios. Él no lo sabe, pero siente con mucha nitidez que los viajes para pescar, sean a ríos muy lejanos o a otros cercanos, le llevan a una forma de medir las horas o los días que nada tienen que ver con los relojes o los calendarios.

En todo eso piensa el pescador ahora, sentado en una piedra de pizarra pulida y fría, deslumbrado por el calor inusual de primeros de mayo, mientras ata la hormiga rechoncha que más bien parece escarabajo y luego una ahogada Grant montada por Azorero. Nunca atesora las preciosas moscas que a veces le regalan los grandes montadores, las usa siempre, se siente obligado a hacerlas vivir, a mojarlas, tal vez a desgastarlas o perderlas, porque para eso fueron inventadas, para volar y coger peces, no para esconderse en una triste caja del tesoro lejos del río. 

Hace unos pocos miles de años nos hicimos sedentarios, tal vez engañados por una seguridad que no existe en ningún sitio, quizá convencidos de que el tiempo en la aldea, tan ordenado, nos permitiría una vida más larga, saludable y tranquila. Pero perdimos ese otro tiempo, hoy secreto, que a veces vuela más rápido que la luz por las horas y otras se estira largo y largo aunque los astros indiquen que han pasado tan sólo unos pocos instantes. Al hacernos sedentarios olvidamos ese otro tiempo impreciso, cambiante, nunca igual, jamás uniforme, que mueve al resto de seres y cosas. Un tiempo que sólo recuperamos cuando tocamos el agua como ahora, mientras el pescador se da prisa en atar el señuelo y lanza cerca de ese barbo que come hormigas como quién toma de postre unas uvas, sin parar de arrancar del racimo del agua cada fruto negro, jugoso y crujiente.

Después, con el pez entre los dedos, mientras desanzuela la hormiga que se ha enganchado demasiado dentro, cuando vuelve a dejar el barbo bajo el agua y tensa sus músculos antes de dar un rabotazo elegante, al volver a sentarse en la piedra y contemplar el río, entiende todo lo que ha perdido. Ese tiempo enorme que nos va desgastando o que derrochamos o que olvidamos sin más. Por un momento cierra los ojos, ahora el sol calienta bien, la radiación que escupió una inmensa explosión termonuclear hace tan sólo ocho minutos es ahora una suave caricia de luz que mueve el aire, roza los juncos, toca su piel. Es un rayo sutil que se reflejó antes en las escamas doradas del pez al alejarse.

Dicen que los viajes dejan en suspenso el tiempo. Dicen que nos hicimos sedentarios para no tener miedo a tanta incertidumbre. Dicen que las hormigas voladoras tienen un misterioso reloj en el corazón que les susurra cuando salir y alejarse de su casa subterránea hacia lugares desconocidos, inciertos y peligrosos para seguir así el ciclo de la vida, generación tras generación, hasta que el sol se apague. Él no lo sabe. Pero siente con mucha seguridad que sus genes nómadas le empujan al camino, a los ríos, a no quedarse quieto, a no creer en ninguna seguridad o abrigo que implique no salir de la aldea a la intemperie, no investigar lo nuevo, no tocar otra vez un pez que nadaba en el misterio un poco antes. Tal vez no seamos muy distintos de estas hormigas voladoras que se arriesgan a caer al agua con unas alas recién estrenadas. Quizá también tengamos en el corazón un reloj que nos susurra siempre que hay que volar sin importarnos si llegaremos a un tiempo de fortuna o si caeremos al río sin más vida. Ese reloj no suena pero existe, tic-tac, tal vez sea el propio corazón.



OCURRE

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A veces ocurre. No hace falta bucear muy profundo en la memoria. Era un día de finales de abril con las orillas convertidas ya en selva. Nos colamos en la bóveda del bosque de ribera y de pronto estábamos metidos en una luz muy distinta, una penumbra verde rota por el sol y el ruido del agua tapando nuestra voz. Armamos las cañas con prisas, como siempre, acuciados por el deseo de tener ya la mosca y la ninfa metida en el agua. Digo armar porque pescar allí es cazar al acecho o al salto, lanzando con precisión y temple, caminando con ritmo de equilibrista imprudente y explorador antiguo. Pescar con V. es como pescar sólo pero mejor, sin competencia, cediendo el turno, respetando los gustos y manías de cada uno, tenemos además el mismo ritmo y similar pasión por las truchas complicadas y los sitios solitarios y difíciles.

Atamos la novedad, una ninfa gorda de cabeza de tunsgeno negra y cuerpo azul oscuro holográfico y una trico flotón, despeluchado, bien visible. A cada postura movíamos o salía una trucha sin fallar, o dos o tres. Truchas rabiosas y glotonas que atacaban sin miramientos los señuelos con una alegría poco acostumbrada. A veces ocurre, hay días así, perfectos, no tanto por los peces como por la temperatura suave del aire, la pureza del agua, los mil verdes de la bóveda del bosque, el tiempo compartido con mi hermano, la belleza de los rayos de luz llegando hasta los fondos oscuros y los canchos de granito dorado, la emoción de cada lance con fortuna, el mágico color de los peces, su incansable energía, la sensación de estar viviendo unas horas que siempre serían memorables. Fuera de allí la vida para ambos era en esos momentos complicada. Fuera de allí el mundo requería de estrategias y palabras gastadas, puñados de tiempo desperdiciado, rutinas absurdas, excusas estúpidas, diminutas batallas perdidas casi siempre. Pero en ese pequeño río de montaña la vida era perfecta.

Ahora miro las fotos y no me reconozco. Esa alegría con la que miro a V. exhibiendo la joya de esa pequeña trucha no es la que tengo ahora ni la que suelo tener un día cualquiera cuando me asomo al espejo a eso de las siete. Pero a veces ocurre y no pienso en ese día o en otros parecidos con añoranza sino con el optimismo, quizá poco sensato y siempre irreductible, de que ahí delante nos esperan más días así, respirando la luz verde del bosque, compartiendo el río, sintiéndonos soberanos de un tiempo enteramente nuestro, saludando a las truchas y a los mirlos, atando el señuelo con prisa a la caza de esa rara plenitud.


Estamos en noviembre y queda mucho para marzo. La luz de la ciudad es áspera y lechosa, el día previsible y la semana larga, pero quería escaparme hoy, durante los pocos minutos que dura escribir esto, hacia ese día. Enseñar al hijo pescador que días así son también un privilegio, como también lo es saber usar la memoria, haber derrochado el tiempo dentro de un río, tener hermanos con los que contrastar que ese día no fue ficción sino verdad y que habrá otros. Siempre.






TURBOCAPITALISMO

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Foto de Dead Weight Fly

...Turbocapitalismo, productividad, eficiencia, rapidez, competitividad, multifunción… así en el trabajo como en el ocio, tanto en el sexo como en la comida. Cualquier cosa con tal de no “perder el tiempo”, rentabilizar cada minuto, aprovechar las horas. También en el río parece que a veces se va imponiendo esta actitud o práctica o filosofía. Mejor coger veinte peces que diez, mejor treinta que veinte, tocar todas las posturas, pinchar a todas las truchas, lograr unas buenas fotos, tener éxito, competir, entrenar para competir, usar el último perdigón secreto, el más efectivo, el más productivo, aunque sea pescar al hilo o usar una lombricilla de silicona… A todos nos gusta pescar mucho, tocar muchos peces, hacernos una bonita foto con una gran trucha, a ser posible la más grande. Tener un día de éxito, ser el mejor, ir a más.

Pero también, a la vez que esta marea que sigue creciendo imparable, existe otra corriente, quizá pequeña, lenta e invisible, la pesca slow, el placer de pescar de otra forma, desde otro lugar, con otra actitud y también otros equipos que no tienen porqué ser retro ni steampunk, no hacen falta sedas Robinson o bambús refundidos, ni moscas de manuscrito o Gutermann de mercería extinta. Basta con cambiar el ritmo de nuestro corazón mosquero, bajar al río a por otra cosa, sentir placer sin necesitar pinchar cien truchas. No voy a renegar del perdigoneo, ni de mis cañas de supergrafito de diez pies, pero cada día me gustan más los ríos pequeños, medio selváticos, con bosque de ribera muy abovedado. Cada día disfruto más pescando de nuevo con la vista olvidando el tacto y sus circunstancias, con cañas cortas y blandas de seis pies, líneas del dos o del tres y moscas secas o como mucho en tandem con una ahogada leonesa o una ninfa sin plomo. Pescar slow, suave, lento, no tiene por qué ser “poco” pero tampoco buscaré por todos los medios el “mucho”. Tal vez sea mi afán de ir contracorriente o de negarme a aceptar que el turbocapitalismo, la productividad o la competitividad lo llenen todo y también mis días de pesca. No rechazo un polvo rápido, un día de fast food con mucho ketchup, una best-seller o un aplauso, pero lo que me me gusta de verdad es el sexo lento, la comida despacio, los libros gordos y los éxitos silenciosos, invisibles e íntimos. 


PD: Agradezco a mi hermano Víctor su insistencia con la seca, su elogio de la lentitud, su empeño en bajar siempre al río a disfrutar, da igual cuantas toquemos, simplemente a estar y ser, sin necesitar de parecer o de contar.

Decals de Glass Manifesto

LOS RÍOS SALVAJES - VARASEK EDITORES

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…Volvía de la Laponia sueca con un niño de once años que crecía rápido. Compartíamos lecturas, ríos, conversaciones y silencio pero me parecía que todas esas palabras se deshacían en el agua, que la memoria, por experiencia propia, era poco fiable, que en algún lugar debía escribir de esos días pasados y futuros de libertad y dicha, juntos.
Los ríos salvajes son difíciles y agotadores para un niño pequeño, muchas veces son arriesgados, hasta peligrosos, pero la vida nunca lo es menos. Crecidas, frío, rápidos, piedras resbaladizas o afiladas, lluvias torrenciales, abismos, maleza con espinas, ortigas… En el río el peligro se ve, no está escondido ni se agazapa en las trampas de la vida urbana. Él aprendió muy pronto a sortearlos ante mi sorpresa (los de la civilización, aún le cuestan). Y ante mi asombro, en lugar de yo enseñarle los misterios de vivir y de pescar, era él quien me enseñaba lo nuevo, lo sorprendente, lo misterioso de lugares y ríos que yo creía conocer.
Los ríos salvajes, desnudos, sin metáforas poéticas, son el agua dulce y limpia, la vida en sus millones de formas, también la vida humana que se volvió sabia en las riberas de los grandes ríos del mundo. Sin embargo veía como los estábamos destruyendo con una rapidez terrible, una saña inexplicable y una ignorancia ciega. Estábamos dejando a nuestros hijos la herencia de unos ríos secos, contaminados, anegados, destruidos ¿cómo era posible? Necesitaba escribir de todo esto. Comencé. Descubrí entonces que había otras madres y padres pescadores como yo, también no pescadores, que estaban sintiendo, escribiendo y luchando por lo mismo. Educando en lo mismo. Porque educar era eso, acompañar, reír, pescar, cansarse juntos, aprender de los hijos.
Han pasado los años y pronto mi hijo el pescador cumplirá dieciocho, ya no me necesita, tan vez nunca me necesitó. Yo a él sí. Luego tuve la inmensa fortuna de conocer a los editores de Varasek y ahora las palabras están dentro de un libro. Uno de los objetos más funcionales que ha inventado la humanidad: dura cientos de años, no necesita baterías, es barato, se puede tocar, doblar, subrayar, tirar desde sitios muy altos, golpear con fuerza y no se rompe, y si se rompe puede pegarse con un poco de cola. Acompañan mis palabras unas preciosas ilustraciones de Manuel Cuartero: de la nutria que me sigue muchos días en una pequeña garganta no lejos de Monfragüe, del mirlo acuático que pesca a mi lado en todos los ríos salvajes y limpios que visito, de una mariposa que muchas veces se posa sin miedo sobre mi caña. La espléndida foto de la portada es de David Luque (¡y yo estaba allí ese día!). 

También agradezco a Emilio Roy su paciencia y sabiduría en las correcciones y sugerencias que me hizo, a Ernesto Cardoso las conversaciones y horas compartidas hablando de cómo ser mejores padres pescadores, a todos los "mosqueros andantes" de APCR y conmosca  y lo mucho que he aprendido con ellos sobre como defender los ríos, ¡que son un bien público!, de la depredación de algunos. Tengo la suerte además de tener tres hermanos y una hermana, todos fanáticos pescadores con los que he aprendido a ser generoso junto al agua. Pero este libro no existiría si no hubiera leído y conocido a Guy Roques. El comenzó a escribir y hablar sobre los ríos españoles de una forma que nadie había hecho.

En el libro también hay un mapa de mi río más secreto. No quiero guardar el lugar para mí porque hoy sé que la única manera de proteger estos lugares es que otros como yo los conozcan y visiten y aprecien. Si no es así, si sigue desconocido y anónimo acabará pronto destruido, seco, contaminado o sumergido y muerto bajo otro embalse más. Cuidadlo, protegedlo, disfrutadlo, Para algunas cosas hay que ser conservadores y egoístas, para otras revolucionarios y generosos. 
Además “los Ríos Salvajes”, los últimos ríos salvajes de España, ya no son míos, son vuestros. 



OSO

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Anda despacio. Los otros van muy detrás. Ha subido un tramo largo deprisa para poder caminar ahora junto al agua a ritmo lento, saboreando cada recodo y cada corriente, envuelto en ese tipo de silencio que solo se vive en la montaña o ya cerca de ellas. Detrás de sus ojos campan Vardis y Curwood también Ciro Bayo y Cabeza de Vaca, o todas esas voces que nos envenenan cuando tenemos menos de diecisiete años y que se quedarán ahí, agazapadas, siempre latiendo aunque no nos demos cuenta, susurrándonos sueños. Hay que tener cuidado con lo que se da a leer a los niños. Entonces ve la huella.


Sigue pescando despacio. Con la pequeña cámara ahora preparada por si se deja ver la bestia o su belleza. No tiene miedo, pero ha comenzado a cantar en susurros por si acaso, porque así lo leyó, para advertirle. Suele tener siempre fortuna. Será el sigilo, la forma de caminar acechando, evitando hacer ningún ruido, con la vista acostumbrada a escudriñar el monte y descubrir tesoros: aquel lince atravesando un viejo olivar, el baño de las nutrias a su lado, la manada de lobos a menos de doscientos metros de una estrecha carretera medio abandonada que corría paralela al río, el baño del enorme y canoso jabalí entre los helechos, grandes trofeos que no desmerecen de otros más pequeños que guarda en su memoria ya sea insecto, rana, lagarto, ave, sombra...


El pequeño río se estrecha. Hay maleza espesa como de dos metros de altura, truchas negras y doradas, el cielo lleno de un azul que la dispersión de Rayleigh podría meter en un verso de Keats, los estratos de la roca explicándole el tiempo, su tic-tac de siglos, el oso quizá cerca. Tal vez aún sea posible y podamos parar a tiempo la carrera, no destruir con saña todo esto, no querer convertirlo en paisaje o en atracción de feria o en parque de turistas.

Entonces ve el cadáver y más huellas. Buen festín. Sonríe. La vida salvaje es esto, muerte y vida, vida y muerte. El dolor imaginario no está aquí, no en ellos. Podría fantasear con acabar así, pescando en un paraíso y luego convertirse en alimento de oso. No habría mejor muerte. La otra, el lento deshacerse, el cuerpo en ruinas, el cerebro triste y roto es de verdad espanto.


Vuelve a sonreír. Sigue cantando. Tal vez aún haya tiempo de no romper todo esto, los grandes espacios salvajes que aún hay en España, abandonados, inseguros, apenas transitados, difíciles, lejanos. Cree que se salvan porque no hicieron caminos o carriles, porque nadie dibujó el mapa en una guía para energúmenos, porque todo es pobre y no se puede sacar nada de la tierra o sus entrañas, porque luego, en invierno, la nieve lo cubre todo muchos meses como en aquellas viejas novelas de Wardis o de Curwood.

Sigue pescando más arriba. Tal vez tenga suerte y vea por fin al oso, tal vez no. Nunca lo espera. Los animales se cruzan por sorpresa en su camino. Tal vez no vean en él a lo que es sino a una alimaña más, otro bicho, otra bestia que vive junto al agua sin saber del futuro y sus desdichas, sin aplazar o comprar o negociar un placer intenso que da sólo vivir y estar. Ahí.



PD: La foto de la cierva devorada por el oso es de Ginés Martínez

FRÍOS

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Al pescador no le asusta el frío, respira el aire bajo cero y se siente bien caminando por la orilla, contemplado el agua verdiazul que comienza a sobredorarse cada vez que los rayos de sol rompen la niebla. Lanzar el amasijo rojizo de pelo de conejo con una caña del siete y una línea hundida se parece poco a la grácil danza de una seda del dos haciendo volar una pequeña efémera amarilla como hacía en verano. Tampoco es igual el silencioso espejo del embalse que el bullicioso torrente que le gusta vadear en Primavera. Pero la vida es eso, adaptarse, aguantar lo que toca, explorar nuevas formas de libertad y agua, no pararse nunca a lamentarse por todo lo perdido o todo lo pasado.

Le gusta al pescador esa parada seca, ese clavar sin miedo, un poco bruto, ese pulso a dos manos contra el pez. Y luego su estampa rara de bestia dentuda, los aterciopelados grises de la librea, su cuerpo de pez medio serpiente, dragón, gato. Y sobre todo le gustan en especial esos largos segundos mientras se hunde la línea y el señuelo, unos instantes que se estiran hasta llegar a esos lugares profundos donde están acechando los monstruos de los niños pescadores.

Se ha escapado el pescador de la ciudad. Necesitaba el inmenso abrazo de la soledad y del silencio, un horizonte hostil, un poco de aire frío, de intemperie real. Las otras intemperies urbanas, los otros fríos cotidianos son los que hacen más daño y congelan la verdadera voz de las palabras. En cambio aquí la ropa es buen refugio y no hay otra verdad que la que sienten sus dedos empuñando la caña y el sedal hasta que llega al fondo.

Le hace gracia recordar precisamente ahora, peleando con el segundo de esta mañana, esos versos de Cernuda: “Tú, verdad solitaria,
 transparente pasión, mi soledad de siempre,
 eres inmenso abrazo". Hay quienes buscan refugio en lugares cerrados, confortables y calientes, otros en cambio encuentran abrigo y protección en la intemperie fría del campo, luchando contra un pez, teniendo la certeza de que ningún objeto ni guarida pueden alargar la vida. Pero el amor y la amistad, los ríos y los bosques hacen más agradable este acertijo.

FIN DEL AÑO 2017

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El pescador ha caminado mucho tiempo con la caña montada por sendas medio perdidas, pisando fósiles y jaras, años y despedidas. Le gusta sentir en el corazón ese deseo de estar metido en el río. Allí siente la sangre de la tierra tan fría y hasta su propia sangre tan caliente, casi la misma cosa.

Piensa en estos tiempos extraños, duros, desnudos, en los que contempla con lucidez deslumbrante el armazón de carroña del poder, la tormenta de basura que aventa el dinero, la minuciosa y enorme biblioteca de mentiras que nos mantiene humillados y confusos, el absurdo teatro de las banderas y las genéticas. Ya nada se esconde ni puede ser disimulado. Antes había que desentrañar arcanos económicos y filosóficos para comprender la infamia pero hoy un niño pequeño sabe y puede describirla con una docena de palabras simples. El mundo era y es esto. Pero no todo.

En el mundo también hay ríos limpios y gente como él que tiene casi nada, poco más que unas ganas inmensas de seguir caminando y una voluntad o el sueño de ir un poco a mejor hoy o mañana o el año por venir, como fue siempre en la historia aunque de ella sólo se recuerden batallas, desastres y monarcas.

El pescador lleva mucho tiempo metido en esa senda que se pierde bajo las hierbas altas. Enredadas en la hojas y las piedras va encontrado palabras que una vez fueron leídas y otras veces escuchadas a amigos, afines, compañeros, amores, gente común. Recuerda por ejemplo el verso de don Claudio “a pesar y aun ahora que estamos en derrota, nunca en doma” o el poema de Henley “Bajo los golpes de la suerte, mi cabeza sangra, pero no se inclina” y el susurro de Antonio de tan lejos “aguarda sin partir y siempre espera, que el arte es largo y, además, no importa” o esa frase de Camus “para tocar la felicidad no existen condiciones, lo único que cuenta es la voluntad de ser feliz”. Puñados de palabras que ha leído o escuchado en los días que no bajaba al río a pescar truchas.

Llega la fiesta Potlatch y se acaba el año. Un tiempo que quedará en la historia por las miles de vilezas, robos, engaños y dolor que tocaron a tanta gente, nunca a los otros. Pero también recordará el año por todo lo pequeño que fue creciendo, este libro, nuevos amigos, ideas, complicidades que nos siguen empujando hacia delante. A ellas y a ellos, a la gente,  convoco hoy desde aquí abajo, en medio de la soledad de este río salvaje de agua helada. Han salido a su paso los patos asustados, don raposo y la nutria que pesca juguetona en una de sus pozas. El pescador ha lanzado el señuelo no sabe donde, muy lejos, tal vez en el lugar donde viven los peces más grandes y los deseos más felices. Igual que hacemos todos. Os deseo que en el año por venir toquéis muchos peces y la suficiente felicidad para seguir bajando a vuestro río preferido, “que el arte es largo y, además, no importa”.


CACHALOTES & TILACINOS

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Los grandes robles que se salvaron hace cientos de años de la furia del progreso, de quedar reducidos a cuadernas navales, vigas de casonas hoy abandonadas o carbón de hogares en postguerra, van perdiendo las hojas. Hay que subir muy arriba para tocarlos. Sólo desde allí, al contemplar su porte, entiendes el desastre. Y desde allí se filtra el agua por venas invisibles hasta llegar al granito y aflorar en los arroyos. Tal vez sea invierno y quietud para los nosotros, pero no para las truchas que comienzan sus cortejos, tampoco para los zorzales que rebuscan caracoles que rompen en sus yunques ni para las becadas, las grullas o las avefrías que rebuscan lombrices y me miran con inquietud.

El río está poco crecido aún, resentido por las sangrías del verano, la pertinaz, el derroche de agua que nos gastamos, el desprecio a la vida que esconde. La orilla está reseca, cenicienta y dura. La lengua de arena gruesa tiene doscientos metros de ancho, tal vez más, y mantiene un rara belleza. El agua de los glaciares rebosaba su cambiante cauce hace unos pocos miles de años y esta arena es una antigua firma de esos tiempos sin gente. A más de cien metros del centro de las garganta que desemboca un poco más abajo las tierras de cultivo están llena de grandes cantos rodados y suaves. No es difícil imaginar la enorme torrentera que fue, pero sí es complicado pensar en sus siglos de insistencia sin que nadie estorbase esa carrera de espuma y bulla.
Camino y camino río arriba muchas horas. A ratos lanzo y dejo que se sumerja el señuelo en lo profundo. Busco monstruos pero solo salen algas marrones prendidas al anzuelo. Poco a poco va entrando el frío y me resisto a la tentación de volver al calor y al libro de Philip Hoare. Hay que estar ahí, hoy, ahora, no todo va a ser primavera y color, caricia de aire y libélulas azules. La libertad tiene sus momentos helados y estériles, sin peces que tocar, sin rayos de sol tornasolando el mundo y calentándonos la espalda. La libertad tiene sus horas de lija y niebla, esos son los momentos que ponen a prueba la paciencia, al mítica y literaria y falsa paciencia del pescador. Toca esperar semanas, meses, dejar pasar muchos días, tener una mínima esperanza en el futuro, inventar que llegará marzo y luego abril con nosotros dentro y una caña en las manos y uno mosca echa de plumas y astucia volando.

Mañana subiré hasta la nieve para comerme un poco. Ahí todavía vive uno de esos pocos robles formidables. Un cachalote vegetal. Subir a la sierra y caminar por ese agua sólida y esponjosa que en primavera será río es un privilegio dulce. No sólo en el sentido metafórico. Entonces, cuando tenía padre y solía nevar en invierno, había dos cosas que me hacían muy feliz. Una era coger una gripe, tener fiebre, sentirme cuidado y pasarme leyendo sin parar una semana de convalecencia. Otra era cuando mi padre me hacía un sencillísimo postre que consistía en nieve, zumo de mandarina y un poco de azúcar. Este postre, en pleno invierno, es el más delicioso que he probado nunca. Las mandarinas eran de nuestros árboles y la nieve la cogíamos con cuidado y sin apelmazarla en un campo próximo. Ese sorbete natural había que tomárselo deprisa porque la nieve se derretía rápido. Así que subo hasta el roble gigante con un cuenco, una cuchara y una mandarina, un poco de azúcar y toda la libertad de este presente. Tras bajar volveré al libro de  Horae sobre los cachalotes y los tilacinos, montaré alguna mosca y seguiré escribiendo mi nueva historia larga que por ahora se titula “informe de méritos” y ya me han dicho que es un título bien feo. Nadie es perfecto.


SIMIO ACUÁTICO

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He visto a pescadores bastante torpes caminando por tierra firme que sin embargo se vuelven ágiles metidos en el agua, incluso en el agua turbulenta de un torrente de montaña que les cubre más allá de la cintura y cuyo fondo es de todo menos firme y seguro. Pescadores a los que no les da miedo vadear un río peligrosamente crecido, ni el rugido de unos rápidos espumosos o el temple helado que tienen las aguas trucheras. Desmond Morris, Elaine Morgan y Marc Verhagen apuntaron la loca, o no tanto, teoría del “simio acuático”.  Un simio que desarrolló parte de sus habilidades, su físico y su inteligencia junto al mar y los ríos. Tan pescador recolector como cazador, a veces más.
Para defender esta heterodoxa y algo simple hipótesis apuntan a algunos rasgos extraños en un simio de secano: grasa subcutánea diez veces superior al resto de simios (parecida proporción al de un rorcual). Ser propensos a la deshidratación, cosa rara en un animal que vivía en la sabana. Tener ese instinto para aguantar la respiración cuando nos tiramos al agua mientras que para otros animales terrestres respirar es casi reflejo. Contar con unos riñones adaptados para filtrar el exceso de sal o unos hombros anchos, más adecuados para nadar que para correr, largas piernas para lo mismo o para vadear bajíos en busca de mariscos y peces en las lagunas que dejaba la marea. No tememos mucho pelo para mantener el calor corporal y corremos fatal pero nadamos y buceamos bastante bien. Además se ha demostrado que los ácidos grasos del pescado son lo mejor para el desarrollo cerebral y tenemos los dedos vestigialmente unidos por una corta membrana… A esto se une los enormes concheros prehistóricos que se han encontrado en algunos lugares, los pueblos del mar que han colonizado con sofisticada eficiencia todas las costas e islas del mundo, la fascinación oscura que nos provoca el mar y el agua. Si, tenemos mucho de rorcual, de foca, de nutria. La literatura antigua y la historia está llena de hombres pez.


Estos días que veo a niños jugando con sus gadgets tecnológicos me he acordado de aquellos días, no hace tanto tiempo, en los que el teléfono de casa era un aparato negro de baquelita plantado en el salón. Llamar a la novieta entonces y mantener una conversación para quedar después era todo un ejercicio de monosílabos crípticos y códigos secretos para que nadie se enterase de el con quién, para qué y dónde. En vacaciones, apenas paraba en casa para comer y a veces ni eso. No lo sabíamos, jamás utilizamos esa famosa palabra, pero saboreábamos y disfrutábamos una libertad que hoy ningún chaval puede imaginar. No soy un padre restrictivo hacia la catarata tecnológica, tal vez porque fui pionero en el asunto y participé con mis humildes trabajos en la reducción de la brecha digital de los españoles. Tampoco me creo nada las ciberutopías, ni las falsas promesas de libertad que proponen las tecnologías de la información y la comunicación. Analizo chismes, cacharros y aplicaciones y me siguen asombrando sus utilidades y sus limitaciones. Mi crítica va más por la sociofobia que fomentan, sobre todo entre los adultos tecnofílicos,  que por las posibilidades de acceso de menores a cualquier contenido porno, tóxico o peligroso. Esta tecnología y las famosas redes sociales no van a permitirnos tener mejores amigos, ni ser ciudadanos más comprometidos y con más poder de cambio social aunque estemos más informados y sea mucho más fácil y rápido conocer a otros afines.  La libertad real es otra cosa. Era otra cosa. Por ejemplo con dieciséis quedar el sábado con tres o cuatro amigos a eso de las seis de la mañana para bajar caminando a pescar a la garganta. La caña, la caja de señuelos, un bocadillo de jamón, una naranja y el día entero por delante.  Si era más lejos cogíamos un autobús. Volvíamos a casa al atardecer, a veces casi anocheciendo y no pasaba nada aún cuando pescar en esos ríos fuera una actividad realmente peligrosa. Pasar el día entero junto al agua, saltando de piedra en piedra, vadeando las corrientes, sin ningún adulto cerca, sin saber que quienes cuidaban de nosotros éramos nosotros mismos, los unos de los otros, “simios acuáticos”.
La libertad era tener tiempo y ser soberano de todas esas horas sin ninguna vigilancia, ni gadget de seguridad, ni miedos o prudencias. Llegaba a casa muy cansado pero me lavaba con una ducha caliente la peste a pescado y el agotamiento y salía al encuentro de la novieta, fascinado por el sabor de sus labios, sus lecturas de Blake y Juan Ramón y su resistencia para beber tercios de cerveza WollDamm hasta las tantas de la madrugada. La libertad era otra cosa. Haber dormido apenas tres o cuatro horas ese domingo y sin embargo volver a madrugar y reincidir en bajar al río tras una larga caminata, esta vez solo, silbando una de los Queen o los Who. El sol salía de pronto entre las ramas de los robles de cualquier recodo y luego el tiempos se deshacía en el agua. Hay padres tecnofílicos entusiasmados por las habilidades de sus hijos para manipular con certeza cualquier chisme o cacharrito electrónico, para encontrar la resolución de las tareas del cole por Internet, ayudarles a hacer el proceso de compra online de un billete o seguir con atención a la vez el guasap, un videojuego y una serie de la tele que se acaban de bajar. Les imaginan adultos expertos y bien promocionados en sus futuros laborales. Hay padres tecnofóbicos preocupados por los oscuros peligros que acechan a su prole en la red y la abducción que sufren los niños enganchados durante horas y horas al móvil, la psp, la tablet o el portátil. Les imaginan tristes adultos prisioneros de un mundo virtual, ilusorio y vano, como enganchados a un nueva droga hiperadictiva. Hay padres que piensan que cualquier tiempo pasado fue simplemente distinto. Cuando le cuento a mi hijo el pescador el significado que tiene para mi la palabra libertad se queda en silencio. Tal vez porque piensa que es una historieta más de su padre el fabulador o porque intuye una certeza transparente, que no existen los ríos virtuales, ni las libertades virtuales. Que ser dueño de tu tiempo es la única libertad y la tecnología no ha hecho mejor al mundo, ni tampoco más libre. El “simio acuático” que llevo dentro sólo se siente feliz junto al agua o dentro de ella, incluso cuando resbalamos y nos toca nadar mientras el vader se va llenando de agua congelada. Rorcuales, nutrias, leones de mar y pescadores, primos hermanos.


PD: Aquí en España el ecólogo marino y profesor de investigación del CSIC, Carlos Duarte Quesada ha defendido la hipótesis del “simio acuático”.

ANZUELOS DE METEORITO

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En memoria de Ada Bruhn y E. Ferdinand Hoffmeyer, habitantes ilustres de "Villa Guadalupe".

Haber logrado entrevistar a Ferdinand para la revista del instituto no fue valorada como proeza por nadie y dudo que nadie más, a parte de él, su mujer y yo mismo se la hubieran leído.
Además de la mejor biblioteca de Europa especializada en armas blancas, atesoraban en su casa todo tipo de objetos extraños a los que Ferdinand ya no daba importancia. Hoy recuerdo las vitrinas llenas hachas paleolíticas de sílex, espadas de bronce o bayonetas y cuchillos de todas las guerras, raíces de mandrágora metidas en alcohol, un bezoar enorme y rojizo engastado en plata, un trozo grande de cuerno de unicornio que había sido mango de espada (yo no le dije que tal vez fuera de narval) un coco de las Seychelles pulido en el que había grabadas extrañas palabras en rúnico, un clavo del arca de Noé y un trozo de ámbar dorado del tamaño de un puño en el que había dentro el abejorro prehistórico más grande que había visto nunca. Tenía más cosas maravillosas como un diente de megalodom con el que abría las cartas y otro de un cachalote que se había encontrado varado en una isla de Tierra del Fuego y un meteorito de una rara aleación de hierro con el que un herrero danés le había hecho un bowie y también fina alambre amartillada con la que fabricaba preciosos anzuelos de pata retorcida y que luego mandaba a un amigo para que le montase moscas de salmón. Me contó que cuando era joven se escapaba unas semanas a Oxford, Copenague o Boston a dar no sé qué seminarios de lo suyo y luego continuaba su viaje hacia algunos ríos a pescar. Cuando le conocí ya era un anciano achacoso que sólo salía de su casona en contados día de primavera y siempre con ayuda de un bastón y del brazo de su menuda mujer. En el pueblo le llamaban “el alemán” aunque era danés, e inspiraba a medias respeto y a medias temor por su rara especialidad como historiador.

La última vez que le ví, al enterarse que yo iba a ir a Londres, me entregó un voluminoso sobre con documentos y una cajita con seis de aquellas moscas hechas de acero de meteorito con el encargo de que se las entregase a un tal Winston que regentaba un tienda de antigüedades de pesca en Pall Mall no muy lejos de Farlows. No fue hasta el último día de mi estancia en Londres cuando me acordé de la entrega pendiente. La tienda era una suerte de mercadillo caótico lleno de todo tipo de cachivaches, polvorientos salmones disecados, cañas viejas y herrumbrosos carretes de mosca que no tenían ningún interés para mis veinte años de pescador cucharillero. Sin embargo, a cambio de las moscas, el encargado se empeñó en regalarme una bonita caña de salmón de tres tramos de bambú refundido que estaba casi nueva y un discreto sobre de color crema a mi nombre en el que descubrí dentro, ya luego en el hotel, unas trescientas libras de las de entonces. Creí entender que ese era mi pago por haber servido de “correo del Zar” de los documentos y de tan exóticas moscas de acero extraterrestre. La caña me la perdieron en Iberia al regreso y nunca más se supo. El puñado de libras eran toda una fortuna con la que alargamos la estancia unas semanas más viviendo a cuerpo de rey.  Cuando volví al pueblo, Ferdinand ya había muerto. Visité a Ada y le conté la misteriosa aventura del encargo. Ella se reía y me dijo que sí, que aquel dinero era una pequeña gratificación por las molestias. Al despedirnos me regaló el pedrusco de ámbar danés y un pequeño cuchillo de pesca con su mango de abedul y su funda integral de cuero grabado con motivos nórdicos que también había sido fabricado con hierro del misterioso meteorito. Perdí en algún momento el abejorro fósil pero no este cuchillo. Está muy afilado y corta como el primer día. Hoy siento no haber visitado más a Ada. A veces tenemos la fortuna de cruzarnos en la vida con gente excepcional y no nos damos cuenta hasta muchos años después, cuando ya es tarde.


AHAB

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Debo comenzar con aquella famosa frase de: llamadme Ismael, pero el viejo pescador no se llama Ahab, aunque se parece mucho a las fotos que conocemos del viejo Melville. Además tiene la pierna derecha ortopédica, pero no es como aquella otra hecha de hueso de ballena que calzaba el enloquecido capitán del Pequod. El día que le conocí me dio un susto de muerte. Yo andaba pescando barbos en el Tiétar encima de una piragua inflable cuando apareció en un recodo aquel ogro vociferante sobre una herrumbrosa barquita de madera a remos, empuñando en la mano una caña enorme, gritándome en un idioma incompresible, húngaro, alemán o una mezcla de ambos. Luego en mal español logré entender que al parecer yo estaba invadiendo su lugar exclusivo de pesca, ¡espantando a su wels!.

Me alejé de allí en cuatro remadas y seguí a lo mío. Por la tarde le conté el encuentro a mi amigo Tiri, un marroquí que se dedica a recoger tabaco en temporada y que también le gusta pescar. No en vano tuvo que huir de su país perseguido por los esbirros de Hassan después de haberle pillado varias veces pescando en los lagos privados que existen para uso exclusivo del dictador. Guarda de aquellos encuentros algunas feas cicatrices en su espalda y el agujero de un tiro en uno de sus hombros. No se anda con chiquitas la policía de allí defendiendo los black bass reales. Pero la afición de Tiri sigue intacta. Le gustaba cucharillear tras el trabajo, a la caída de la tarde y da gritos y voces como un poseído cada vez que engancha algún pez de buena talla.
Él me cuenta que el ogro acaba de llegar hace algunas semanas al pueblo. Ha alquilado una casa rural muy cerca del río y se pasa casi todo el día pescando chirulos grandes, he visto como ha sacado alguno y luego le hace perrerías.

¿Wels? ¿chirulos? Pregunto en el único bar del pueblo. Alguien me dice su nombre: Rodolfo Fernández. El corazón me da un vuelco. A pesar de mi mala memoria recuerdo aquel nombre. Hace unos diez años escribí un reportaje sobre los nazis en Extremadura. La historia es antigua. Los aliados elaboraron en 1947 una lista negra de 104 nazis residentes en España en la que Rudolf Beumelburg, alias Rodolfo Fernández de Segovia, ocupaba uno de los últimos lugares. Franco no entregó a ninguno de los 104. Unos se fueron a América, otros volvieron a Alemania con nueva identidad, algunos vivieron un exilio dorado en la Costa de Sol. Dos o tres se retiraron a este lugar perdido de España, se integraron, se casaron con españolas, nunca fueron molestados. El periodista de El País José María Irujo había investigado en profundidad este tema y me había pasado entonces una copia de la ficha de Rudolf  Beumelburg y su jefe Franz Liesau Zacharias, "Este hombre se hace llamar doctor. En realidad fue agente del servicio del Abwehr. Involucrado en la compra de monos y otros animales del Marruecos español y de la Guinea española para fines experimentales en Alemania, entre ellos la propagación de horribles enfermedades, como la peste, en los campos de concentración". Liesau murió de viejo en Madrid en el 1992, de Rudolf no sabía nada.

¿Wels, chirulos?… Descubro que son si-lu-ros lo que pesca el viejo. En el siguiente encuentro soy yo el que sorprendo al tipo, le espero agazapado en la orilla donde suele desembarcar. Le pregunto por la pesca, por su suerte este día. Supongo que como me ve joven, con mi atuendo mosquero y mi cañita cimbreante, confía, desarmo su mala baba. Me enseña un buen siluro de unos treinta kilos que lleva atado a una cuerda y muerto. Le ayudo a sacar su barca. Alabo su captura. Allí mismo saca un pequeño cuchillo de filetear y arranca del animal dos gruesas tiras de carne del lomo con una habilidad de cirujano. El resto lo tira al agua. Carroña para los galápagos, adivino que dice. Esta parte del pez es muy buena, se guisa en Hungría con una salsa de paprika, está muy sabroso. Yo no le contradigo, le sonrío, la ayudo a amarrar el bote. Le acompaño hasta el todoterreno que tiene aparcado en un carril cercano. Comento que a mi me gusta pescar truchas y barbos, no siluros. Arranca el coche, pero antes de alejarse baja la ventanilla y me pregunta achinando los ojos e intentando esbozar una sonrisa cómplice que sólo es una fea mueca: ¿has visto el wels blanco? Niego con la cabeza. Pongo un gesto de no entender. Aún no entiendo.

Esa noche rebusco en mis archivos y doy con una foto que hice del cementero alemán de Yuste. Casi todos los muertos son chiquillos de apenas veinte años. Pocos nazis hay allí debajo de los olivos. Tal vez no haya más que ese al que he venido a buscar. Ahí está la foto que hice a su cruz, la prueba: Rudolf Beumelburg2-2-1915 + 9-5-1945.
Llamo a mi amigo Alan Kerenski, un historiador yanki afincado en Salamanca experto en la historia de Alemania y también fanático mosquero. Alan me cuenta que tras el desmoronamiento del bloque soviético se habían ido desclasificando miles de documentos de la NKVD y de su sucesor, el KGB. Muchos expertos de los servicios de información escarbaron con avidez entre millones de papeles ordenados  de una forma incomprensible. El Mossad tuvo dedicados a la tarea a muchos historiadores de diversas nacionalidades que en la mayoría de los casos ni siquiera sabían que trabajaban para el Estado de Israel. No sospechaban que la jugosa beca de la que disfrutaban para pasar unos meses en Moscú revolviendo papeles polvorientos salían de las oscuras cuentas del Servicio. Mi amigo tarda menos de un minuto en localizar en un ordenador la ficha rusa de Rudolf Beumelburg, ya traducida del ruso. Me la envía por email. Se despide. Me debes un día de pesca en tu garganta.
Leo.

BIO: Rodolfo Fernández de Segovia, alias usado en Argentina. Nombre verdadero Rudolf Beumelburg. Nacido el 2 de Febrero de 1910 en Berlín. Hijo del capitán de artillería Franz Beumelburg y de la aristócrata austro-checa Natalia Zummel. Licenciado en ingeniería y en ciencias químicas. Teniente de navío, agente del Abhwer en Madrid. Agente de la Gestapo en Madrid a las órdenes de Paul Winzer. Dado por muerto en 1945. Resucitado con el nombre español antes citado. Residencia supuesta Argentina.
CLASIFICACIÓN: criminal de guerra. No eliminar de inmediato tras su secuestro.
PRIORIDAD: ser secuestrado e interrogado. Eliminar después y hacer desaparecer su cuerpo.
DELITOS: suplantación de un soldado checo miembro del Partido de nombre desconocido. Responsable causal directo de mas de trescientas ejecuciones llevadas a cabo entre alemanes residentes en España y deportados a Alemania en 1939. Como agente doble, responsable causal directo de cincuenta ejecuciones llevadas a cabo por agentes de la NKVD entre comunistas leales que combatían en España, acusados con falsas pruebas. En la guerra mundial, como jefe de una unidad de exterminio (unidades “einsatzgruppen”) de la notoria “Brigada Kamisnky”, culpable de masacres de judíos en el aplastamiento del ghetto de Varsovia en 1943. Ayudante de Franz Liesau Zacharias. En los años setenta participó de forma muy activa en las labores de represión de la Junta Militar Argentina, dada su estrecha amistad con varios de los militares golpistas.  Notas. A lápiz: 1974. Anexo certificado de juez. 1983. Enterrado en Yuste. Pendiente de verificación.

Es domingo. bajo de nuevo al río a pescar con la piragua. Espero encontrarme al viejo cabrón ¿Y luego que haré?, ¿qué le diré?, ¿hijoputa asesino?. Llevo un rato lanzando distraído cerca de la ensenada en la que amarramos su barca. Engancho un buen barbo y se me olvida el nazi. Disfruto de la pelea con el comizo. Ya le tengo vencido en la superficie cuando veo de reojo como una cosa blanca que pasa bajo la barca, ¿un bidón de plástico sumergido?, ¿una bolsa de rafia de abono inflada por la corriente?, la cosa es enorme, se mueve rápido, se traga mi barbo con un ligerísimo chapoteo y se pierde de mi vista. Pero el comizo sigue prendido de mi cangrejito de pelo de conejo teñido de rojo y la cosa blanca prendida de mi barbo me saca toda la seda, luego la línea de reserva, arrastra la piragua hacia una maraña de ramas antes de sonar el crac de la caña y el plis al ceder el nudo final del hilo. Salgo volando del agua dando al remo como nunca, aterrado. ¿qué coños era eso? Ya fuera del río caigo, es el wels blanco, el puto Moby Dick que quiere pescar el viejo loco. Ya en casa busco por Internet fotos. Ahí está, un bicho feo, medio sapo, medio pez. No sé si estoy metido en una novela de Le Carré o en una de terror de Stephen King con un bicho lechoso y diabólico que vive ahora en mi río.



 Luego vuelvo a mirar la foto del cementerio. Así que la cruz de granito oscuro de Yuste era una tapadera. Una lápida, un nombre, dos fechas. Agua pasada. Los soviéticos ocultaban sus chapuzas o sus crímenes. Como el de aquellos brigadistas leales a la República y que desaparecieron en 1938 en las “checas” del GPU. El funcionario ruso del KGB que escribió la ficha de Rodolfo pensaría aliviado que al fin y al cabo las ejecuciones de leales comunistas gracias a las pruebas falsas aportadas por el tal Rodolfo o Rudolf, tanto daba, le habían ahorrado al Estado unos miles de rublos, porque hubieran sido eliminados con toda seguridad a su regreso a la madre patria por Beria. Estos brigadistas eran sospechosos de ser contrarevolucionarios, de estar contaminados de… ¿republicanismo?, ¿trotskismo?, ¿anarquismo?, ¿amor por la libertad?, ¿gusto por el sol, las mujeres guapas y el vino manchego? Eso con suerte, si hubieran sobrevivido a la guerra. Pero alguien en alguna parte se tomó luego la molestia de pedir una copia de un certificado de defunción de un heroico nazi a un burócrata franquista. Enterrado en Yuste. Pendiente de verificación. Esto promete un buen artículo.

Vuelvo a bajar el lunes al Tiétar. Dejo la piragua en casa. Tengo miedo, porqué no confesarlo. Me acerco al arenal donde me topé con el viejo el primer día. Allí está en medio del río, con su caña gruesa como un palo de escoba y un carrete de tambor giratorio como para pescar tiburones. Me saluda con la mano. En ese instante el pescador parece como si hubiera sufrido un calambrazo. Su caña se comba, el freno del carrete chilla. Él también chilla y farfulla en alemán. La barca de madera se desplaza despacio río abajo. Le pierdo de vista. Le oigo chillar muy lejos, casi en la curva del río. Pienso: ojala se ahogue. Luego los gritos se van acercando. Por fin reaparece cerca de mi vista, de un árbol sumergido. Veo con claridad la mancha grande y blancuzca al lado de la barca. Sonríe. Ha vencido. Entonces ocurre.

Me gusta esa frase primera de la novela de Melville: llamadme Ismael, pero el viejo no merece el honor de que le llame Ahab. Por la tarde, ya más tranquilo, llamo a mi amigo Alan Kerenski para contarle lo ocurrido. Le digo: encontré a tu último nazi vivo. Rodolfo Fernández de Segovia o Rudolf Beumelburg si prefieres. Luego intento explicar con palabras lo que aún veo. El viejo parece que ha vencido al gran pez. Se pone un grueso guante de cuero para agarrarlo de la mandíbula. Entonces el enorme siluro albino se yergue sobre su cola como si quisiera salir volando hacia las nubes y luego cae con todo su peso sobre la barca. El crujido es sordo, raro. La barca se ha roto por la mitad. El viejo desaparece bajo el agua. Muchos segundos después vuelve a aparecer muy cerca de la orilla en la que yo estoy. Su cuerpo y el del pez están enredados con varias vueltas del grueso sedal trenzado que usaba para pescar. El animal nada varios metros muy cerca de la superficie, por la boca del viejo salen palabras en un idioma que no entiendo, grita y luego se hunde. Desaparece. No salen ni burbujas.
Terminé mi conversación con Alan recitando una de las últimas frases del gran libro de Melville: de repente se lanzó contra su proa que avanzaba, a la vez que chascaba las mandíbulas entre feroces chaparrones de espuma”.

Los buzos de los bomberos han buscado su cuerpo, pero no lo han encontrado. ¿El siluro blanco seguirá vivo?.




Notas para Iker, al que le gusta que la ficción beba de la realidad y viceversa:

Ensayo:“La lista negra: los nazis que salvaron Franco y la Iglesia”. José María Irujo. Aguilar, 2003. Documentado libro sobre los nazis que se refugiaron en España tras las II Guerra Mundial.

Documental: "Hafner's Paradise". 2007. Del director austríaco Günter Schwaiger retrata la vida de este nazi austríaco convencido, Paul María Hafner, un antiguo oficial de las Waffen-SS que, a sus 83 años, vive tranquilo en España debido a que no existe ley por la cual pueda ser extraditado.

Ensayo: “Leviatán o la ballena”.Philip Hoare. Ático de los Libros. 2010. Inclasificable y maravilloso libro sobre la historia de las ballenas.

Novela: “Moby Dick”Herman Melville. Traducción de José María Valverde. librosdearena.es. Novela para leer de adultos, para nada es un libro remotamente infantil o juvenil ya que se trata de una tesis metafísica disfrazada de novela de aventuras en el mar.

CAMPOS

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Comienza a llover de nuevo sobre Londres, Iker y su compañero odian la lluvia, demasiadas días con la ropa mojada en los frentes, en la carretera a Port Bou, en las playas de los campos de concentración franceses, en el paso del pico de Dorria o de Puigmal y luego la lluvia fría, casi siempre helada de todos esos campos en donde se quedaron sus amigos: Mauthausen, Dachau, Bergen Belsen, Buchenwald, Dora Mittelbau, Ravensbrück, Flossenburg, Neuengamme, Oranienburg, Strutthop, Natzweiler, Treblinka, Rawa Ruska, Schirmer... Caminan aprisa hasta un café en la esquina con Phillimore Gardens, se quitan las chaquetas y piden un café con leche, la joven camarera sonríe mientras regresa a la barra al ver a los dos hombretones con las manos atenazando las tazas de café hirviendo como si estuvieran ateridos de frío. 

Tomo la voz de Iker Elorza, una voz que imagino grave y seca.

Recibí una llamada de Evaristo el día veinticuatro por la noche y me encontré con él de nuevo en el Red Wild Boar. Pedimos unas pintas de cerveza y nos sentamos en la misma mesa en la que semanas atrás nos habíamos reunido con Dimitri.
—He comprado dos billetes para París. Vamos a despedirnos de Mera —fue lo primero que dije a mi compañero—.
Estuvimos después mucho tiempo en silencio, como si necesitáramos algún punto sólido desde el que comenzar a desgranar los recuerdos. Cipriano había muerto esa tarde y con él una parte de aquella vida palpitante que compartimos y que ahora ya sólo era frágil memoria, historia por contar, palabras desgastadas.
—Cada vez quedamos menos, viejo, no va a quedar nadie para contarlo.
—¿Y a quién le va a interesar el cuento? —le respondo— ¿a quién le importará el pasado de todos nosotros?, Ese tiempo remoto, ese lugar cada vez más borroso que ha sido nuestra vida. Ya nos han convertido en personajes como han hecho con Cipriano, en tipos de ficción que llenarán algunos libros de historia o unos cuantos programas de televisión. No te pienses que cuando palme Franco cambiarán mucho las cosas. Ya viste lo que pasó después de nuestra guerra, antes de Hitler o después de Hitler, los héroes se convierten en criminales y los criminales en héroes según convenga. Así que tú y yo estamos mejor aquí, escondidos en el confortable olvido de cualquier ciudad. Muchos de los nuestros han vuelto o están deseando volver en cuanto muera Franquito, pero nosotros a donde vamos a volver, ¿a Madrid?, ¿a Jara?, no nos espera nadie y seremos un estorbo para todos, un par de viejos babosos que se dedican a contar las gloriosas batallitas que perdieron.

—Yo sí quiero volver —me dice Evaristo— Heliodoro hace años que me ofreció su casa si alguna vez quería regresar y pienso hacerlo cuando se aclaren las cosas. No quiero morirme como Mera, ni como Arturo, ni como Chaves, ni como tantos, quiero morirme al sol, contando batallitas y comiendo morcilla de calabaza asada junto a Dimitri en ese pueblo donde murió un emperador o en el mío, en Jara.
—Yo no —le digo— Yo sólo quiero cazar a Jan, lo demás no me importa demasiado. Voy a cumplir setenta años  y mi futuro no existe.
Pedimos otra pinta y brindamos por Mera, por su memoria, su vida generosa, su cara de palo, el dios que lo batanó. Brindamos por el eficiente albañil de Tetuán de las Victorias, el actor que conocí en los Ateneos Libertarios representando el alcalde de Zalamea, el miliciano valiente, el teniente coronel del VI Cuerpo del Ejército que luchó como nadie, el hombre sincero e ingenuo que con la guerra perdida creía que era posible una rendición con condiciones, el vencido orgulloso que resiste tres años en el campo de concentración de Morand, el acusado en el consejo de guerra del cuarenta y tres, el condenado a muerte, el albañil exiliado y jubilado que me recibe en su casa de la avenida Juan Jaurés de París con casi ochenta años a su espalda, ya enfermo, me abraza fuerte durante largo rato y saca un buen Burdeos y unas aceitunas rellenas de anchoa.
—Que sé que eras de buen diente. Estoy escribiendo mis memorias —me dice—. Se han dicho tantas mentiras, ha sido tanta la infamia y el olvido que hay que hacer algo, aunque un libro no sea casi nada. Ya sabes que yo nunca he sido mucho de libros. Eso tú que eras un niño pera, un tipo leído. Habrías llegado a ministro seguro con los fascistas. Pero te he llamado por algo más importante, Me queda poco para palmarla. Tantas veces habría tenido que morir que ahora que es de verdad me hace un poco de gracia si no fuera por el dolor que me está jodiendo.
El anciano se levanta de la mesa y saca de un cajón unas fotos recortadas de libros, de periódicos o revistas. Reconozco a casi todos.
—Es una vieja cuenta que me ha ido royendo las entrañas poco a poco. Puede que incluso solo sea una obsesión de viejo choco, no sé. He leído casi todo lo que se ha escrito sobre aquellos días finales de Madrid, sabíamos que no tenía sentido una resistencia numantina, la guerra estaba siendo demasiado brutal para acabarla también de una forma tan inútil y tan estéril. Sospechábamos que Negrín quería entregar todo el poder a los comunistas y encima estaban los rumores de que los comunistas tenían setecientas toneladas de dinamita para volar la capital cuando entrara Franco, algo demencial si era cierto. Yo había mantenido una reunión con Negrín pocos días antes en Alcohete estando presente también Casado. Les expuse mis sospechas sobre las intenciones de los comunistas de hacerse con el poder y dar la sensación de que el PC resistía hasta el último momento mientras todos los demás sólo queríamos rendirnos. Pero no quiero aburrirte, para mí en ese momento solo había tres alternativas. La primera la que ya había expuesto meses antes Casado, crear una línea en el río Segura y concentrar allí una selección de los más preparados, no más de ochenta mil hombres poniendo a su disposición todo el material disponible, la otra era la de romper todos los frentes y crear grandes guerrillas escondiendo armas y pertrechos en puntos estratégicos. Creo que tú esa la conocías muy bien. Y la tercera era que el Gobierno parlamentara directamente con el enemigo. Conseguir una rendición respetable para salvar el mayor número posible de vidas.  Ya sabes lo que hizo Negrín.
Cipriano volvió a llenar los vasos de vino.
—No te quiero contar los detalles del golpe de Segismundo Casado que tú también viviste. A su manera a mí también me la jugó aunque siempre he pensado que de buena fe. Lo que quiero contarte es que años después, hablando con unos y con otros de esos días, primero en el campo de Morand, después en la cárcel o ya en el exilio, leyendo los libros que iban publicándose sobre la guerra tanto por gente de los nuestros como  por comunistas y por fascistas comencé a tener una sospecha terrible, una duda que fue haciéndose con los años más y más grande y que muchos datos en apariencia nimios, algunos testimonios indirectos y varios hechos inexplicables en los que al parecer nadie había reparado, me fueron convenciendo de que Franco conocía punto por punto lo que se decidía en el Estado Mayor, en el Gobierno incluso dentro de la propia CNT.
Bebemos otro vaso en silencio.
—La sospecha me ha envenenado la sangre durante muchos años. Siempre dudé de los comunistas, del cabrón de Negrín, de mi propia gente, incluso de ti y de los tuyos que siempre estuvisteis en todos los fregados, pero te confieso que no sé quién pudo ser el traidor. La gente del SIM destapó a muchos quintacolumnistas pero te aseguro que el espía no era de aquellos. Tuvo que ser alguien del más alto rango, una persona que inspirara confianza en todos y que debía tener precisos conocimientos militares. Durante un tiempo llegué a la conclusión de que era Jan, aquel amigo vuestro, pero después supe que había muerto pasando pilotos aliados por los Pirineos.


Los ojos de Mera me miran desde un cansancio infinito, las tres arrugas profundas de cada mejilla, que ya tenía entonces con sus treinta y tantos años, se marcan aún más profundas, esa mirada por la que los milicianos acerrojaban el Mauser y salían detrás de él de la trinchera gritando como salvajes, esa mirada del hombre sencillo y sincero cuya palabra creyeron siempre incluso los militares fascistas cuando el consejo de guerra ahora tiene el brillo blando de los ancianos.
—Yo ya he cumplido con los míos. Mi gente sigue ahí, en todos los rincones del mundo luchando por la justicia y la libertad, pero me queda esta sombra incrustada en el corazón. Es posible que aun viva un miserable por el que murieron muchos hombres, muertes evitables, hombres y mujeres valientes aniquilados inútilmente.
Mera rebusca en el bolsillo de su chaqueta y saca por fin un pañuelo primorosamente planchado para limpiarse los labios.
—Siempre supe que no había muertes útiles. Siempre dije que teníamos que haber evitado la masacre. La guerra tenía que haber sido evitada a toda costa, pero había tantos que deseaban la aniquilación.
Me suenan sus palabras, me recuerdan otras voces de otros hombres que ahora ya no existen, tipos que nunca creyeron en la guerra aunque organizaran con cuidado las posiciones sobre un mapa de campaña o encendieran la mecha de las granadas caseras o apuntaran con cuidado la pistola a la cabeza del camarada que huye en la penumbra del pasillo de la radio.
—Es su última misión, me dice en un susurro áspero. Llévese mis papeles, busque al traidor y asesínelo. No le pido que haga justicia, dudo que matar al anciano que encuentre tenga algo que vez con esa palabra que tantos desprestigiamos.

Un día muy frío de finales de octubre del setenta y cinco mucha gente se agolpa en los alrededores del cementerio de Boulogne-Billancour. Llevo gafas negras para que nadie me reconozca. Ha venido gente de toda Francia, de Bélgica, de Inglaterra, de España, gente del gobierno de la República en el exilio, cámaras de televisión. No quiero encontrarme ni hablar con nadie. Llevan a hombros el ataúd de Mera varios camaradas tan viejos como yo, sobre la caja, la bandera roja y negra. Hay voces que gritan sobre el silencio, vítores a la CNT, al movimiento libertario, a los héroes antifascitas. Estoy apoyado sobre el tronco de un gran árbol rodeado de gente y siento de pronto alguien que me toma del brazo.
—Uno de los pocos tipos que respetará la historia —reconozco la voz de Dimitri, pero no me vuelvo. Entonces grita— ¡Viva la España invicta, independiente y libre!
Y el aliento de mi amigo apátrida va rebotando en los corazones y en las voces de la gente, en un eco que parece no agotarse. 
—Mañana me voy por fin para España —me dice al oído antes de desaparecer—. Me he comprado una casona solariega y un poco de tierra en Jara y la voy a llenar de libros, de geranios y de frambuesas. Ahora me llamo Gunter Böll y soy un apacible jubilado alemán. ¿No te parece un buen chiste?.
Cuando me vuelvo ya no está Dimitri. Veo su silueta alejarse entre los árboles. Intuyo que cuando él muera o cuando yo muera no habrá canciones, ni vítores, ni gente emocionada hablando de nosotros, de lo que hicimos o dejamos de hacer, de nuestras pequeñas heroicidades o nuestras grandes traiciones, nada, un cuerpo con identidad falsa donado a la ciencia para que los estudiantes de medicina rebusquen en las tripas el bazo o disequen con cuidado la arteria femoral. Se preguntarán el porqué de tantas cicatrices, la bala del hombro, los trozos de metralla desperdigados por la pierna derecha, los cortes de los brazos cuando quisimos por las bravas saltar los alambres de espino de Argelés y los Senegaleses nos lo impidieron ensartándonos con las bayonetas como a jabalíes acosados.
Pero a quién le importa, será un alivio no parasitar la memoria de nadie, no llenar de tristeza ningún sueño, que nadie pueda recordar nuestra voz a través de cualquier fotografía.


De vuelta a Londres, Evaristo me ha ofrecido su casa para quedarme cuanto quiera. Él quiere volver a España, a Jara con Dimitri y Heliodoro. Volver a hablar su idioma, a dormir la siesta en un canchal bajo la sombra de los robles y los castaños mientras chillan los mirlos, los arrendajos, los abejarucos, los rabilargos. Prepara el equipaje mínimo, unas camisas, unos pantalones, el viejo impermeable de algodón encerado que le compró Barea en Farlows y poco más. Dejará aquí sus libros, su colección de carteles, sus insignias, los papeles franceses, ingleses, holandeses y norteamericanos que dicen que fue un héroe en algún tiempo remoto, cuando apenas sabía leerlos. Duda si llevarse o no las pistolas, la Malincher austríaca que le regaló Jan y la Astra automática con su funda de madera que puede convertirse en culatín, ambas limpias, cargadas, dispuestas. Estos trozos de hierro que le salvaron tantas veces el pellejo, que nunca le traicionaron.
—Deberían estar en un museo —me dice— Creo que ya no voy a necesitarlas en España, quédatelas tú.
Me deja la casa, todos los objetos de su vida de exiliado triste. Evaristo Losar tiene ya sus documentos falsos, el pasaje de avión, un puñado de billetes verdosos y grandes en los que pone que el banco de España pagará mil pesetas a su portador, los ahorros de toda una vida de dependiente en una tienda de artículos de caza y pesca en Pall Mall. Solo le queda recibir la carta de Heliodoro o de Dimitri, pero ya no está aquí, ya no es un tranquilo jubilado inglés que da de comer a las ardillas cerca de Serpentine los días que no llueve sino un anciano español asustado que volverá a un país desconocido.

Un día lluvioso de principios de diciembre descubro que ya no está. Hace días que murió el enemigo, torturado por los médicos, después de una agonía que supongo terrible. Los fascistas todavía se niegan a creer que Franco ha muerto mucho antes de que dejara de respirar. Ellos también perdieron aunque los más listos, los más ricos tienen la certeza de que seguirán mandando durante muchos años bajo la sombra brillante y honrosa del dinero.  Me alegra que Eva no se haya despedido. Sólo una nota breve debajo de unas llaves: “te encargo que disfrutes despacio de mi bodega”. Durante toda su vida fue atesorando vinos de los lugares en los que estuvo luchando: Somontano, Cariñena, Requena, Almansa, Toro, Orusco, Ribera de Duero, Rioja, Valdepeñas. Leo las etiquetas en voz alta, mastico las palabras y siento en la lengua el sabor rico de unas sílabas que casi había olvidado. Me parece estar cantando, recitando palabras preciosas de un idioma remoto y perdido. Durante estos años compró todo lo que se publicó sobre la guerra en Ruedo Ibérico, Losada, Aguilar, Ariel, San Martín, Plaza y Janés, Ayuso, Grijalbo, Planeta, Espasa, Progreso y otras editoriales inglesas, estadounidenses, francesas, checas, alemanas. Una excelente biblioteca y una espléndida bodega que ocupan dos habitaciones enteras de su casa, perfectamente aislada y climatizada por él mismo que hubiera sido la delicia de cualquier anciano que quisiera ser feliz los últimos años de su vida. Pero no para él, no para el joven cazador, alimañero, anarquista, miliciano, espía, prisionero, héroe, guerrillero, dependiente de tienda, jubilado que ha soñado cada noche de su vida con el olor de las castañas asadas, los buñuelos de viento rellenos de crema, los churros calientes, los bulevares de Madrid, el sudor de las dependientas de vuelta del trabajo, cansadas pero llenas de risa de regreso en tranvía a los Cuatro Caminos. Tiene la imaginación llena de los campos de jaras, el ruido de los torrentes, el sabor de las cerezas y las truchas fritas, el perfume caliente del verano que viene de las encinas y el tomillo, el poleo y la lavanda casi seca, el ruido de las ranas y los grillos, el aroma fuerte del pimentón recién molido y el cuchicheo suave de las mujeres haciendo ganchillo en los patios frescos a la hora de la siesta. Todo lo que dejó en el pueblo y sin embargo siente tan íntimo, tan suyo, tan necesario.


Durante días he regado sus petunias y los geranios del invernadero y he bajado a pasear por el Physic Garden como el burgués apacible que pude ser. Algunos de los vecinos de Glebe Place me saludan como si me conocieran de toda la vida, todo es tranquilo y limpio en esta zona de Chelsea y solo la botella de vino que abro cada atardecer, los libros de Eva, los informes de Dimitri y las fotografías de Mera me abren el túnel de la pesadilla por el que voy caminando despacio, reacio, como si temiera caerme y no recordar el camino de regreso. A veces solo el sabor del vino, su calor en mi estómago es la mano amiga que me saca de los abismos a los que regreso. Persigo a Jan por las páginas de los libros y me encuentro siempre con muchos otros camaradas a los que ya había olvidado, converso con amigos y enemigos cuando ya la botella del día se acaba y estoy a punto de encontrar la clave de la traición. Durante las mañanas paseo por Londres, leo los diarios, disuelvo la resaca con café italiano y madalenas con moras. Siento que no sería difícil olvidar. Sólo un pequeño clic en mi cerebro, un interruptor diminuto con el que podría apagarse con facilidad la furia de la venganza ahora que todos somos viejos y estamos muriendo de enfermedades propias de los viejos, amnesia, reconciliación nacional, olvido y paz, reescritura aséptica de la historia. No sé por qué no dejo que el tiempo acabe de esconder la pestilencia de los muertos, de nuestro fracaso, de vencedores cansados y vencidos descoloridos, patéticos transeúntes de ciudades reconstruidas o pueblos extraños. Los hijos de los vencedores los echarán a patadas de sus poltronas, rechazarán su estúpida verborrea, yugos y flechas y a nosotros nos olvidarán los nuestros, hartos de tanta hiel y tanta tristeza acumulada.
Aquí estoy, acercándome cada día más a un fantasma que va tomando cuerpo. Recuerdo su voz, veo sus ojos en esa fotografía junto a Teodoro y Olga Havel, vestido de uniforme. Su cuerpo fuerte en esa otra junto a Gustavo Durán y Miaja, en la estática sonrisa que tiene su pasaporte francés cuando ya se llama Antonín Ziska y está a punto de asesinar a un grupo entero de fugitivos en el Pirineo, ese mismo grupo cuyos cadáveres momificados han descubierto su infamia después de tantos años y que me siguen mirando aunque cierre la carpeta de Dimitri y ponga sobre ella el grueso libro de Bollotten. Me resisto a creer que sea él quién estrecha con las dos manos la mano blanca de Heydrich. Es una fotografía demasiado borrosa o demasiado infame para ser cierta.

Ayer abrí la única botella de jerez que tenía mi amigo, un Palo Cortado cuya finura y aroma me recordó el olor del sueño de una mujer de la que he olvidado el nombre. Su sabor aterciopelado y su cuerpo alcohólico me lleva de pronto a una pequeña taberna de la calle Echegaray, en Madrid, en la que tomé él ultimo jerez acompañado de aceitunas y mojama arropado por el abrigo de cuero negro de “Casa Elorza” la antigua tienda de mi padre. Entonces el sabor del vino y las salazones en la boca me limpiaron la fatiga de tantas noches sin dormir escuchando el crujido de la helada, me aliviaron la desolación y la certeza de que Madrid era ya otra ciudad diferente y que el futuro ya nunca sería nuestro. Cuando tomé el tren en la estación del Norte, todavía con el regusto del vino en la boca, recordé el nombre de aquella mujer como ahora mismo lo recuerdo, Rosa Laviña. He leído su nombre en uno de los libros. La enfermera dulce y siempre risueña que conocí por primera vez en Argelés y que años después nos acogió en su casa de Montauban. Hubiera vivido con ella el resto de mi vida en cualquier parte. Su padre Martí Laviña había sido librero en Palafrugell y le había hablado algunas veces a su hija de mi padre el viejo Sebastián Elorza Breña en cuyos talleres de peletería siempre encontraron refugio perseguidos anarquistas. Su casa era el principal centro de distribución de publicaciones libertarias. Estuvimos en casa de Rosa y de su compañero Pedro alrededor de una semana. La madrugada antes de partir me despertó el gemido de su hija Diana que estaba enferma con gripe. Entré en su habitación, di a la niña un poco de agua  y se durmió al instante. Entonces entró Rosa en la habitación, tocó la frente de su hija que estaba ya por fin fresca, se acercó a mí y me besó con levedad en los labios agradecida por mi gesto y yo la besé de nuevo a ella con todo el deseo acumulado, se separó de mi despacio, —¡no seas tonto!—, perdonando mi instinto, sin más reproche que su sonrisa. Meses después murió su compañero pero yo no lo supe. Si lo hubiera sabido, habría regresado a Montauban para cortejarla y vivir con ella el resto de mi vida. Bebo despacio el Jerez y a cada trago imagino esa vida posible junto a Rosa Laviña. Ya no soy un fantasma sino un hombre corriente que lucha por un mundo mejor, ya no soy un verdugo solitario sino un amante paciente, un librero bondadoso que cree que las palabras impresas pueden conseguir la justicia y la libertad.
Estoy borracho, demasiado borracho de pasados futuros probables cuando veo entre los papeles revueltos sobre la mesa del escritorio un sobre sin abrir con sello yanqui, lo abro con el abrecartas descomunal de Evaristo, la bayoneta de un Mexicanski, desdoblo el papel y leo en ruso:

“para los amigos con memoria de La Hermandad”.

Aparto el folio y descubro la página de una revista americana de caza, bebo la última copa de vino que mi cuerpo acepta y me sobreviene una arcada. Vomito en la papelera y el olor ácido me limpia el cerebro de estúpidas ilusiones amorosas. Leo la página impresa, el estúpido relato de una cacería de ciervos en Argentina escrito con el estilo vanidoso y descriptivo del típico norteamericano con una indigestión cerebral de Hemingway con fotos abundantes para ilustrar la masacre y poder presumir ante los vecinos de las cuernas del venado, la peligrosidad del pobre puma abatido o la furia del anciano jabalí reventado con una bala Weatherby. En la última foto, la más pequeña del reportaje, los cinco cazadores posan junto al anfitrión y dueño de la Estancia Alianza, el señor Pavel Màjek. Vomito de nuevo por el pasillo camino del retrete. Me lavo la cara con agua helada y me miro al espejo. Veo a un hombre con el rostro mucho más viejo que el de Jan en la revista. Un tipo en quién no me reconozco y que me mira con desprecio desde detrás el cristal. (...) (de: "Los últimos Hijos del Lince")








VOZ DE AGUA

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Cascada del Diablo

Decimos que ríe el agua. Algunas veces sólo ronronea. En algún lugar canta o grita con voz fuerte y profunda. La voz del agua, como la del fuego crepitando en una chimenea, como la del viento entre los árboles... la tenemos prendida en nuestra memoria ancestral de humanos nómadas. Y junto a las voces del agua, las de las aves que viven en los bosques de ribera, el murmullo de la brisa entre los sauces y las malezas de la orilla. Nunca hay silencio en un río porque el silencio es la muerte de todo y junto al agua la vida explota y suena por todas partes.

Sentimos la voz del agua cuando vadeamos y la corriente nos golpea, estamos entonces dentro mismo del instrumento musical que vibra, dentro de su garganta. Hay voz también en el silbido de nuestro vareo con la caña, en el pez que salta fuera del agua y vuelve a desaparecer en menos de un segundo, en los abejorros, las libélulas, las ranas, el cuco, la perdiz, el ruiseñor, el mirlo... ¿Es la “soledad sonora” de la que hablaba tan bien Luis de León?  No es una música porque no hay nada humano en esas voces, pero al pescador le suena armonioso, acogedor, conocido, nuestro.

Hasta hay CD de todo eso. Una moda musical “neojipi-hispter” ha grabado todos esos sonidos de la naturaleza, todas esas voces del bosque, los ríos, el otoño, las aves salvajes para un público ávido de cerrar los ojos y sentir que no está en la urbe sino en una naturaleza ideal. Pero para el pescador no es lo mismo, eso sólo un pobre sucedáneo. Para el futuro viaje a Marte, dentro de algunas décadas, preparan también grabaciones de las voces de los bosques y los ríos para que los astronautas, en los largos meses por el espacio vacío, no se vuelvan locos.

Uno necesita también pescar por eso, para escuchar la voz y la risa de los ríos. Su susurro o su grito profundo. Es una canción antigua y salvaje que está grabada a fuego en nuestros genes de homo sapiens pescador y que necesitamos escuchar con frecuencia para no ser también astronautas tristes de viaje por el vacío y el ruido urbano, ya sea camino a Marte o a la oficina.

Tabla del Saja

AMUR

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Hordas de turistas pasaban de cuando en cuando a su lado. Z. se sentó en el banco señalado frente al lago Serpentine en Hyde Park. Pocos minutos después llegó el vendedor que, sin decir nada, le metió en su pequeño macuto entreabierto un ejemplar usado de una novela de Salter sobre pilotos en la guerra de Corea. A los pocos segundos se levantó y se fue. Z. abrió la novela y pudo contemplar el grueso mechón de pelo anaranjado y vaporoso. Luego cerró las páginas del libro y se levantó también. Comenzó a caminar por la orilla del lago hasta que el vendedor chino se unió a su paseo. Le entregó el pequeño enrollado de libras sin parar, sin mirarle a la cara, como si distraídamente sus manos se hubieran rozado. Mil libras en billetes de cincuenta por un pequeño mechón de pelo de tigre de Amur de unos pocos gramos de peso. Una ganga.

Entre los montadores de élite corrían siempre rumores, leyendas peligrosas, mitos que a todos interesaba no difundir. Una cosa eran las moscas montadas para exhibiciones públicas o la venta legal y otra el tráfico secreto de otras moscas muy apreciadas por algunos pescadores de abultada chequera, superstición ciega o coleccionismo enfermizo. Señuelos montados con las llamadas plumas “de sangre”, plumas de aves o pelo de seres casi extintos. De animales y pájaros protegidos y cuyo tráfico era ilegal pero también invisible. A quién le preocupa un manojo de plumas de colores.

Cuando llegó al hotel, Z. pudo contemplar a placer el mechón de pelo, de un color naranja dorado. Por la tarde tomó un taxi hasta el aeropuerto. Esa misma noche estaba ya en su casa de Durness montando ya algunos tricópteros con el pelo del tigre más grande y más raro del mundo. Un animal a punto de extinguirse y que vive en las más remotos bosques helados de Siberia. Allí algunos cazadores sin escrúpulos desafían a los guardabosques y les ponen lazos. Luego limpian sus huesos, los dejan secar y los venden por muchos miles de dólares a oscuros traficantes chinos que se acercan de cuando en cuando a la frontera Manchú. También venden las pieles que suelen acabar en palacios con vistas al desierto de Arabia. Cuando el animal es pequeño tampoco es mal negocio su venta, un hueso es un hueso y todos se convierten en polvo para la medicina tradicional china, pero la piel de esos otros tigres no decorará el salón de ningún jeque, el pellejo se partirá en varias tiras y luego se venderán trozos de piel como de medio palmo que los traficantes convierten en mechones de pelo que parecen pequeñas brochas.

Z. era un montador mi apreciado entre los pescadores ingleses y americanos ricos que pescaban moscas en ese mercado gris, no tanto por la perfección de sus montajes como por las exquisitas plumas que sabía conseguir. Cierta pluma brillante e insumergible del Mérgulo Jaspeado o de la Cerceta Malgache o del Pato de Meller o la Malvasía Cabeciblanca o de una cría del Pingüino del Cabo o de la espalda de un Pingüino de Sclater. El moñicle blanco de la cresta de un Ibis Nipón, las puntas de la Chocha Moluqueña o el Autillo de Flores, las aterciopeladas plumas carbón de la Cerceta de Campbell, el suave amarillo de la Mascarita Transvolcánica o el amarillo intensísimo del Tucán Ariel, el dulce bermellón del Turpial de vientre rojo o de la Rosella Elegante  o las preciosas plumas de pecho del Guabairo o las plumas de las colas de la Cacatúa Bankasian. El verde mágico del Quetzal, las plumas blancas barradas del Faisán Plateado, el verde metálico de la Paloma de Nicobar, el plumaje multicolor entero de un Monal Colirrojo o un Pavo Ocelado, los pequeños ojos blancos de un Tragopan de Blyth, las plumas ojo verde del Espolonero de Borneo, la riñonada azul acero del Faisán Vietnamita o del cuello del Faisán macho de Edwards o de la Irena o de la Pitta de alas azules o del Cotinga Cayana. Los bigotes blancos de una avutarda India o de una avutarda de Cori… Aves raras, amenazadas por la extinción que sin embargo se seguían cazando por sus plumas y que él utilizaba para montar sus moscas salmón. De eso vivía.

Los tricópteros de pelo de Tigre de Amur se los había encargado un maniático cliente de Texas, aunque ahora, las veinte moscas ordenadas en formación dentro de bonita caja de madera de cebrano podían haber estado hechas con el pelo de una ardilla o de un perro chouchou y nadie hubiera notado la diferencia. O tal vez sí. Eso a Z. ya no le importaba, apenas recordaba sus tiempos de ornitólogo de campo marcando pollos de avutarda en la estepa manchega o sus andanzas por el bajo amazonas fotografiando tucanes.  Sólo es un negocio, pensó para sí, no matan los tigres para hacer moscas con su pelo sino por sus malditos huesos. Abrió una botella de Garioch Glen del 58 mientras contemplaba el cuadro  de William H. Riddel, un grupo de gangas mimetizadas entre las hierba seca que le recordaba siempre aquellos tiempos en los que aún no era un delincuente, un gánster, un maldito traficante de plumas.



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